Arizona neoliberal y cruel
Ana María Aragonés
Mi colaboración anterior giraba en torno a tratar de comprender por qué las sociedades tienen tan diversas percepciones en relación con los migrantes. Tal parecía que no había ninguna lógica de comportamiento, pero, como comentaba, había que encontrársela para acercarnos a una mayor comprensión de lo que envuelve al fenómeno migratorio. En este sentido, ahora abordo el universo tan diverso de Estados Unidos, con énfasis en lo que está sucediendo básicamente en Arizona, aun cuando no es el único estado que busca todos los resquicios para poner en práctica una de las leyes más represivas contra migrantes, la ley SB 1070. Los objetivos de la ley fueron detener y desalentar la presencia de trabajadores indocumentados en la actividad del estado, pero finalmente es una ley racista, puesto que la policía, sin una orden judicial, podría detener a una persona si
hay sospecha razonable de que se trata de un migrante indocumentado. Es claro que lo que marca la sospecha de una persona es su fenotipo. Es más, se consideró crimen de estado si los migrantes autorizados no portan sus documentos migratorios. Medida que recuerda a los nazis en la Francia ocupada en la Segunda Guerra Mundial, con su terrible exigencia de les papiers.
La población en Estados Unidos envejece y, de acuerdo con estudio de BBVA, la proporción de personas de 60 años aumentó de 16 a 19 por ciento entre 1996-2011. En los mismos años la proporción de personas entre 20 y 39 años pasó de 29 a 25 por ciento. Y se estima que la población total de 60 y más años pasará del actual 18 por ciento a 25 por ciento en 2030, lo que equivale a 92 millones de personas. En el marco de esta dinámica poblacional los migrantes contribuyen a rejuvenecer la población de Estados Unidos, y se puede destacar no sólo su aporte como población productiva, sino con hijos que nacen en Estados Unidos y que serán parte de la fuerza laboral. Para 2011 en la población nativa de Estados Unidos hay aproximadamente tres retirados por cada 10 trabajadores activos; para el total de migrantes la relación es de dos por cada 10 y para los migrantes mexicanos de uno a 10. Esto supone quitar presión al sistema de pensiones del país y, como señala el estudio, mantener una estructura competitiva de su fuerza laboral.
Por otro lado, Michael Jones-Correa señala que lo que sucede en Estados Unidos va más allá de lo económico, pues se ha podido demostrar que, al contrario de lo que afirman algunos, los migrantes no desplazan a los nativos, sino que la migración está asociada al crecimiento del ingreso real por trabajador entre 6 y 9 por ciento entre 1990 y 2007. En lo referente a las sospechas de que con los migrantes se han incrementado los robos y los crímenes, las estadísticas muestran exactamente lo contrario. Y en cuanto a los temores que algunos sienten en relación con los cambios que suponen se producen con el idioma inglés, hay claras evidencias de que en una generación los hijos hablan inglés como primera lengua y a veces es la única.
Según señala Jones-Correa, quienes enarbolan estos temores básicamente son personas mayores que tienen una influencia desproporcionada en el sistema político de Estados Unidos. Piensan que la sociedad de su juventud era más homogénea racialmente y que ellos se ven
amenazados por los migrantes. Y éstas son algunas de las cosas que, de acuerdo con el autor, incendian el combustible de las restricciones a la política migratoria y, por tanto, la posibilidad de una reforma migratoria integral, que se ve ahora más alejada que nunca.
Pero si los beneficios son evidentes, si los temores son sólo estereotipos que no tienen ningún fundamento, ¿por qué los migrantes viven tan grandes sufrimientos en Estados Unidos? ¿Será problema del tiempo y hay que esperar, como hicieron judíos, alemanes, irlandeses, italianos, etcétera? Y, si los migrantes son iguales en todas las partes del mundo, ¿por qué tan diversas percepciones?
Desde mi punto de vista, lo que marca la diferencia entre los países es la forma en que el Estado participa en este asunto y su interés por instrumentar políticas públicas adecuadas. En Estados Unidos el Estado ha renunciado a fortalecer la integración nacional y a garantizar los derechos básicos que permita a los migrantes mantener su propia identidad cultural y, en este mismo sentido, desprecia los principios fundamentales de cooperación entre los pueblos.
Parece claro que en la cuna del neoliberalismo la integración y la cooperación son su antítesis.
Ejemplos para Cameron
Pedro Miguel
El primer ministro David Cameron podría seguir el ejemplo del general guatemalteco Romeo Lucas García, un asesino que ejerció la presidencia de su país entre 1978 y 1982. Uno de los episodios más recordados de su administración es el asalto por fuerzas policiales a la embajada de España, ocurrido el 31 de enero de 1980, luego que un grupo de indígenas sobrevivientes de las masacres perpetradas por el ejército en el occidente se refugió en esa sede diplomática. En ella, el representante de Madrid, Máximo Cajal, atendía a un ex vicepresidente y un ex canciller del país anfitrión.
El primer ministro Cameron podría también inspirarse en el jefe militar afgano Ahmad Sah Masud, apodado El León de Panjshir, quien tuvo a su cargo el asalto al edificio de la ONU en Kabul, el 26 de septiembre de 1996. Desde cuatro años antes, el depuesto Mohamed Najibulá, títere abandonado a su suerte por los soviéticos, se encontraba refugiado allí, junto con su hermano Shahpur, y los talibán recién triunfantes querían las cabezas de ambos. La sede, que tenía estatuto de embajada, fue tomada por asalto y la turba de combatientes montó un espectáculo en el que el plato fuerte fue la castración y el asesinato de los dos refugiados. Luego, los cadáveres fueron expuestos con cigarrillos en los labios y billetes en los dedos y el nuevo régimen prohibió que les fueran prodigados funerales islámicos regulares.
No hay en la historia reciente, hasta donde sé, otros casos de asaltos a legaciones diplomáticas por parte de fuerzas locales, a menos que se trate de intervenciones solicitadas por los representantes extranjeros, como ocurrió en Lima en abril de 1997, cuando fuerzas policiales enviadas por Alberto Fujimori irrumpieron en la residencia del embajador japonés, tomada cuatro meses antes por una docena de guerrilleros que capturaron como rehenes a 72 personas.
Ahora Julian Assange está refugiado en la embajada de Ecuador en Londres y el gobierno que preside David Cameron, y el Estado que encabeza la anciana Elizabeth Alexandra Mary Windsor, amenazan con sacarlo de allí por la fuerza. Serían los terceros, después del general guatemalteco y del cabecilla afgano, en cometer semejante brutalidad.
Ni el mismo Pinochet se atrevió a tomar por asalto una sede diplomática –las de México y Cuba, repletas de perseguidos, eran candidatas evidentes– cuando se encaramó al poder de manera sangrienta, en el ya lejano septiembre de 1973. La integridad de las representaciones extranjeras se respeta por un principio básico de civilización: si una de ellas es violentada, se corre el peligro de desencadenar un efecto dominó de escala planetaria. Como lo dijo hace unos días el ex embajador inglés Craig Murray a propósito de las amenazas formuladas por el gobierno de su país:
si la policía entra a la embaja de Ecuador, todos los diplomáticos británicos en el mundo estarán en peligro.
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