San Fernando: la sangrienta travesía que conmovió al mundo
El hallazgo de los cuerpos de migrantes de San
Fernando, Tamaulipas.
Foto: El Universal
Foto: El Universal
Hace dos años tuvo lugar una matanza que conmovió al país y al mundo. En
un rancho abandonado del municipio tamaulipeco de San Fernando Los Zetas
asesinaron a 72 migrantes. Hombres y mujeres (una de ellas menor de edad) que se
negaron a colaborar con la mafia fueron ametrallados ahí, a pocos kilómetros de
la frontera que querían alcanzar para escapar de la miseria.
SAN FERNANDO, TAMPS. (Proceso).- En Pasaquina, El Salvador, hubo dos vidas
que corrieron paralelas y no se unieron sino hasta el final: Yedmi Victoria
Castro y Francisco Antonio Blanco, nacidos con 15 años de diferencia.
Ella, una quinceañera con ganas de estudiar medicina. Él, un treintañero en
busca del sustento para su esposa y sus hijos. Ambos emprendieron un viaje que
terminó en este municipio, donde fueron asesinados junto con otros 70
centroamericanos en agosto de 2010.
Fue la ejecución masiva que destapó “la cloaca del abuso contra los
migrantes, aunque esas masacres se venían dando desde meses antes”, asegura el
psicólogo Alberto Xicoténcatl, director del albergue saltillense Belén, Posada
del Migrante.
Yedmi y Toñito (como lo llamaban) vivían en el departamento de Pasaquina,
cerca de la frontera con Honduras. Ella en Peñitas y él en El Tablón, caseríos
donde campean la miseria y el abandono.
Ella vivía con sus abuelos, cursaba tercero de secundaria e iba a Nueva York
a reunirse con su madre, Mariluz Castro. Yedmi acababa de celebrar su fiesta de
15 años. Un veinteañero llegado de Nicaragua la cortejaba y pretendía llevarla a
vivir con él. Cuando su madre supo esto decidió que su hija se reuniera con
ella.
Toñito quería jugar futbol con sus hijos e inculcarles el fervor por el
Barcelona, pero la pobreza lo asfixiaba y decidió emigrar.
Él y la madre de Yedmi buscaron los servicios de un coyote y se
comprometieron a pagar siete mil dólares, la mitad por adelantado y el resto al
llegar a Estados Unidos, dos o tres semanas después, con garantía de tres
intentos.
“En El Salvador hay tres formas de migrar. La más segura cuesta cerca de 20
mil dólares; el viajero llega en avión a un aeropuerto privado de Estados
Unidos”, explica Edu Ponces, experto en el fenómeno migratorio
centroamericano.
La mayoría de los 500 mil centroamericanos que cada año cruzan México eligen
lo más barato: La Bestia, el tren carguero donde la delincuencia organizada
asalta, viola, secuestra y mata.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México documentó 9 mil 758
secuestros en seis meses, de septiembre de 2008 a febrero de 2009, pero se
estima que sumando la “cifra negra” (los no denunciados) pueden ser hasta 18 mil
al año, unos 50 diarios.
Hay otra opción. Cuesta de 6 mil a 8 mil dólares por persona y consiste en
viajar por carretera desde Tapachula o Tenosique por la costa del golfo hasta la
frontera norte. Son poco más de dos mil kilómetros plagados de policías y
delincuentes que no pocas veces trabajan juntos para extorsionar a los viajeros,
por cada uno de los cuales obtienen de 500 a 5 mil dólares.
Yedmi y Toñito viajaron así, en camiones de carga, ocultos entre mercancía o
en autobuses haciéndose pasar por pasajeros comunes con camisetas de equipos
mexicanos de futbol. Cuando les anunciaron que estaban entrando a Tamaulipas la
menor se comunicó a Peñitas.
“Me llamó aquí a la escuela una mañana. Me dijo: ‘Ya falta poco para llegar,
vamos muy bien, vamos viajando con un montón de gente’ y yo le dije que qué
bueno, que con el favor de Dios iban a llegar bien”, cuenta Aracely Flores,
directora de la escuela de Peñitas.
En el trayecto Tampico-Reynosa Yedmi y Toñito iban con otros 70 centro y
sudamericanos distribuidos en dos camiones de carga. Algunos de ellos habían
desembolsado hasta 10 mil dólares para llegar a la frontera. Pensaban que así
viajaban más seguros.
La ruta más corta era por la carretera federal 101, que atraviesa el
municipio de San Fernando. Hacia ese lugar se dirigían los dos camiones.
“Nudo carretero”
Durante casi todo 2010 el municipio de San Fernando había sufrido por los
constantes enfrentamientos entre zetas y miembros del Cártel del Golfo.
Este apartado poblado, dice a este semanario el general Miguel Ángel
González, comandante de la Octava Zona Militar con sede en Tamaulipas, tiene
gran importancia pues “es un nudo donde confluyen varias carreteras”
estratégicas para el trasiego de drogas.
Además de las carreteras y autopistas la región está conectada por decenas de
caminos vecinales además de brechas que sólo conocen sus pobladores; esos
caminos forman una gran cuadrícula que lleva a las ciudades de la frontera
tamaulipeca.
A pesar de su privilegiada ubicación San Fernando es una región desatendida,
afectada por continuas sequías que merman la actividad agropecuaria, sin
empresas que generen empleos y con el comercio afectado por la violencia. Los
grandes negocios se fueron del pueblo que años atrás era un lugar bullicioso,
atractivo para el turismo por su cercanía con la Laguna Madre. Ahora es un
pueblo donde se respira miedo.
“La falta de oportunidades obligó a los jóvenes de la región a involucrase
con la delincuencia organizada”, cuenta un hombre maduro quien pide no revelar
su nombre.
En contraste, la próspera actividad de la delincuencia organizada necesita un
“ejército”: además del tráfico de drogas se ocupa de la extorsión, el secuestro,
el robo de gasolina a gran escala, el control de la piratería, los giros negros
y el robo de vehículos.
Tras el rompimiento de los antiguos aliados la plaza estuvo varios meses en
disputa.
“Eso fue lo que hizo que en la región se recrudecieran los enfrentamientos y
se viera afectada la población… los cárteles cobraban piso, afectaban áreas de
la producción y obligaban a los negocios a cerrar. San Fernando tiene producción
pesquera, pero a los pescadores les cobraban piso. También se vio afectada la
producción de sorgo”, enfatiza el general González.
La narcoguerra hizo que el pueblo se dividiera. Vecinos, amigos y hasta
familiares se denunciaban pero no ante las autoridades sino ante el cártel
rival. Las mafias marcaban su territorio e imponían controles. Colocaron retenes
e “incluso clonaban uniformes militares”, así que no se podía confiar ni en los
tradicionales puestos de revisión del Ejército.
Al final Los Zetas tomaron el control e impusieron sus reglas. Los altos
mandos del grupo, Heriberto Lazcano, El Lazca y Miguel Treviño Morales, Z-40,
nombraron a Salvador Alfonso Martínez Escobedo, La Ardilla, jefe de la
región.
Éste a su vez nombró a un exsoldado, Édgar Huerta Montiel, El Wache,
lugarteniente para San Fernando junto con Martín Omar Estrada Luna, El Kilo,
quien en la práctica fungía como jefe de la plaza.
El Kilo es uno de los mejores ejemplos del nuevo rostro de la barbarie que
ahora caracterizan a los narcos mexicanos. Nació en México pero vivió en Estados
Unidos. Sus primeras “escuelas” fueron las pandillas del norte de California,
entre ellas la de Los Norteños. También radicó en el pequeño pueblo de Tieton,
estado de Washington.
A finales de los noventa cayó preso acusado de allanamiento y portación de
armas. La policía lo catalogó como “narcisista y extremadamente violento”. Fue
deportado por primera vez en 1998. Luego regresó, fue recapturado y lo metieron
a una cárcel donde ayudó a escapar a cuatro reos aunque él mismo, por su tamaño
y su peso de casi 100 kilos, no logró fugarse por el agujero que abrieron en el
techo de la prisión. Otra vez lo deportaron.
Se fue a Tamaulipas, donde tenía familiares. Ahí fue reclutado por Los Zetas
como burro (llevando la droga que introducían por la Laguna Madre a la frontera
con Estados Unidos). Tras un año tuvo un rápido acenso debido a la detención de
varios jefes zetas y la muerte de otros. Pronto se convirtió en el jefe de una
red de distribución de drogas en las calles de Reynosa.
Desde su llegada a San Fernando, Estrada se dejó ver armado por todos los
rincones del pueblo. Se bajaba de su vehículo con su arma a comprar en las
tiendas de la plaza principal, donde está la Presidencia Municipal.
Tenía en su nómina a 20 de los 34 policías de San Fernando. Entre otras
medidas ordenó un “toque de queda” que obligaba a la gente a meterse a sus casas
a la nueve de la noche. También formó un ejército de jovencitas que se
desempeñaban como “guardias”.
La estricta vigilancia y los controles que se impusieron eran para que “los
golfos” no entraran a recuperar la plaza. Los Zetas sabían que desde principios
de 2010 el Cártel del Golfo había acordado una alianza con Sinaloa para
eliminarlos.
Las estrictas medidas incluyeron que El Kilo revisara todos los autobuses que
llegan al municipio.
“Todos los días llegaba un autobús y todos los días bajaban a la gente para
investigarla, para saber de donde venían. Se les revisaban los mensajes de los
celulares. A la gente que no estaba relacionada se le dejaba ir. A los otros los
matábamos”, dijo El Wache interrogado por la Policía Federal.
Desde su paranoica visión todos los hombres jóvenes que se dirigían a la
frontera podrían ser reclutados por el cártel rival. El Wache confesó que
mataron a los 72 migrantes centroamericanos por órdenes de Lazcano ya que
pensaban que “iban para el Metro 3”, el jefe del cártel del Golfo en
Reynosa.
Final del camino
La tarde del 22 de agosto de 2010 los dos camiones de carga circulaban por la
carretera 101. Unos 15 kilómetros al norte de San Fernando murieron las
ilusiones de los migrantes y comenzó su pesadilla: se toparon con tres vehículos
que bloqueaba la carretera a bordo de los cuales había hombres armados y con el
rostro cubierto.
“Somos zetas”, se identificaron y les pidieron a los migrantes que bajaran
del camión. Luego los trasladaron en camionetas a la bodega de un rancho
abandonado. Ahí los 58 hombres y 14 mujeres fueron bajados, amordazados y
colocados contra las paredes de la bodega. Primero los interrogaron para conocer
su procedencia y a qué se dedicaban. Negaron servir al Cártel del Golfo.
Sus captores los querían obligar a que trabajaran para ellos pero los
migrantes rechazaron la oferta. Ante la negativa, los acostaron en el piso con
la cabeza agachada. Le exigieron que no voltearan para posteriormente
dispararles ráfagas de fusiles de asalto. Para asegurarse de que nadie quedara
vivo, les dieron el tiro de gracia.
Un ecuatoriano que no fue alcanzado por las ráfagas y a quien el tiro de
gracia le penetró cerca del cuello y le salió por la mandíbula se fingió muerto
y esperó hasta que los verdugos se fueron. Salió del rancho y caminó casi 22
kilómetros hasta encontrar a unos marinos a quienes pidió ayuda.
“La masacre fue hace poco”, les dijo, pero no le creyeron.
El incidente se reportó a los superiores, quienes ordenaron un reconocimiento
aéreo de la zona. Por la tarde, cuando el helicóptero de la Armada volaba cerca
de la bodega fueron atacado por los delincuentes que regresaban para deshacerse
de los cadáveres.
Empezaba a anochecer ese 23 de agosto y los marinos se replegaron a
Matamoros; pero volvieron al rancho con refuerzos el día 24. Ahí hallaron los 72
cadáveres.
Luego de descubrirse el asesinato de los migrantes, El Kilo y su “estado
mayor” huyeron. Se refugiaron en Ciudad Victoria. No obstante ahí fue detenido
junto con 11 cómplices el 14 de abril de 2010. Dos meses después capturaron a
Huerta Montiel en Fresnillo.
Los autores intelectuales de la matanza siguen libres: La Ardilla y los dos
líderes zetas, El Lazca y Z-40, quienes ordenaron los asesinatos.
Yedmi y Toñito volvieron a Pasaquina en septiembre de 2010 en ataúdes
envueltos con la bandera salvadoreña.
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