Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 11 de octubre de 2012

Alimentos: Más industrialización y más hambre

Alimentos: Más industrialización y más hambre


Sequía en San Luis Potosí. Foto: Miguel Dimayuga
Sequía en San Luis Potosí.
Foto: Miguel Dimayuga
MÉXICO, D.F. (apro).- A fines de agosto, el Banco Mundial(BM) emitió una Alerta sobre precios de los alimentos. Entre junio y julio, el maíz y el trigo incrementaron sus precios en 25%, y el frijol de soya, en 17%. El organismo financiero atribuyó estas bruscas alzas internacionales a condiciones climáticas.
“La sequía que afectó a Estados Unidos –el mayor exportador mundial de maíz y frijol de soya– provocó daños masivos en los cultivos de verano de estos productos. Al mismo tiempo, la escasez de lluvias en la Federación de Rusia, Ucrania y Kazajstán contribuyó a las pérdidas en las producciones proyectadas de trigo”, explicó el BM en su reporte.
La alerta revivió los temores de que se pudiera repetir una crisis alimentaria como la de 2006-2008. Pero un mes después, el propio banco y la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por su siglas en inglés), de Naciones Unidas, anunciaron que si bien las perspectivas de una mala cosecha mantuvieron un tiempo la tendencia alcista, “los precios bajaron a fines de septiembre, luego de que cayeran intensas lluvias en las zonas más afectadas por la sequía en Estados Unidos y de que Rusia anunciara que no impondría restricciones a sus exportaciones”.
La FAO precisó, además, que si bien, según su índice de precios, el valor de los alimentos seguía elevado, su tasa se mantenía por debajo del último pico alcanzado en febrero de 2011. “Los precios internacionales de los cereales, los aceites y las grasas apenas variaron, y los del azúcar disminuyeron en forma acentuada, compensando las alzas en la carne y los productos lácteos. La renovada demanda de arroz mantuvo su cotización internacional.”
Aparentemente, para este próximo año una nueva crisis alimentaria quedó conjurada; pero la facilidad con que pueden variar los precios de los alimentos por causa de factores ajenos al control humano, puso de nuevo al descubierto la fragilidad e inestabilidad del sistema alimentario mundial.
Al tomar posesión como nuevo director general de la FAO en enero, el brasileño José Graziano da Silva previó que el precio de los alimentos no subiría demasiado, pero tampoco bajaría. “Permanecerá la volatilidad, eso es obvio”, recalcó, lo que combinado con la crisis económica global, que podría reducir los aportes anuales de numerosos países a la organización, “acarreará más desempleo, más hambre y es necesario encontrar nuevas formas para ayudar a los gobiernos”.
Graziano, ministro de Seguridad Alimentaria durante la presidencia deLuiz Inacio Lula da Silva y uno de los principales artífices del programa brasileño “Hambre Cero”, que en el transcurso de ocho años de gestión logró sacar de la pobreza extrema a 19 millones de personas, no enfrenta una tarea fácil: ahora serían alrededor de 925 millones de personas en el mundo a las que tendría que sacar de esa condición.
Según datos de la propia FAO, aunque el número total de personas que padecen hambre ha aumentado por el crecimiento poblacional, el porcentaje de hambrientos en relación con la población mundial ha disminuido de 37% en 1969 a 16% en 2010. Esto significa empero que “una de cada siete personas en la tierra se acuesta a dormir todas las noches con hambre” y 70 mil mueren.
Más de la mitad de estas personas –unos 578 millones– viven en Asia y la Región del Pacífico. África representa poco más de un cuarto, con 186 millones de seres humanos en situación de hambruna permanente y severa, y se calcula que hacia 2050 el cambio climático y sus erráticos patrones provocarán que unos 24 millones de niños más padezcan hambre en la zona subsahariana.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el hambre encabeza la lista de los diez principales riesgos de muerte: “Cada año muere más gente por hambre, que por otras causas como el sida, la malaria y la tuberculosis combinadas”. Un tercio de las muertes de niños menores de cinco años en países en desarrollo está relacionado con la desnutrición, sin contar las afectaciones físicas y mentales de los que sobreviven. Madres desnutridas dan a luz a alrededor de 17 millones de bebés con bajo peso cada año, y se calcula que 2 mil 200 millones de personas –una de cada tres en el mundo– viven con desnutrición crónica.
Según la FAO, tan sólo cuesta 25 centavos de dólar al día proveer a un niño de todas las vitaminas y los nutrientes que requiere para crecer saludable, por lo que el hambre debería ser uno de los problemas del mundo más fáciles de solucionar. ¿Por qué entonces no se logra?
No es por falta de alimentos y exceso de población. De hecho, desde los años sesenta a la fecha la producción mundial de cereales se ha triplicado, mientras que la población a escala global sólo se ha duplicado. Tampoco es por cuestiones climatológicas. La propia FAO admite que gracias al desarrollo actual de las fuerzas de producción agrícola el planeta podría alimentar a 12 mil millones de seres humanos, casi el doble de los que hay ahora. El problema está en la distribución y el acceso.
Las causas de lo que algunos ya han llamado “una nueva era de hambruna” son tan coincidentes entre fuentes oficiales e independientes, académicas y periodísticas, que resulta casi ocioso nombrar cada una. Pero el Programa Mundial de Alimentos (PMA), encargado en la ONU de intervenir en situaciones de emergencia alimentaria, tiene claro que de continuar la crisis finaciera global, el cambio climático y el alto costo de los alimentos, tendrá que reducir el número y la cantidad de sus raciones.
El PMA, que canaliza más de la mitad de la ayuda alimentaria mundial, depende básicamente de la contribución voluntaria de los gobiernos; pero si éstos disminuyen o cancelan sus aportaciones, muchos de sus programas, algunos críticos, se ven afectados por falta de financiamiento. Y esta tendencia ha venido aumentando en los últimos años.
Los motivos, por supuesto, son más estructurales y profundos. Katarina Wahlbergis, coordinadora del Programa de políticas económicas y sociales del Foro de Política Global, hace notar que el aumento en los precios de los productos básicos, en lugar de beneficiar, ahora perjudica a los países en desarrollo. Y es que a raíz de la liberalización del comercio internacional, éstos pasaron de exportadores a importadores netos (70%) de alimentos. “Presionados por la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, los países pobres eliminaron sus aranceles y otras barreras comerciales, permitiendo que las grandes agroindustrias y los productos subsidiados de los países ricos socavaran la producción agrícola local”.
Al introducir grandes monocultivos que requieren de maquinaria pesada, pesticidas y mucha agua, no sólo se modificaron los patrones de cultivo tradicionales que abastecían los mercados locales, sino que grandes núcleos de campesinos fueron desplazados para convertirse en peones de las propias agroindustrias o emigrar a zonas urbanas en busca de trabajo, casi siempre con salarios muy bajos y nulos derechos laborales. Para alimentarlos, los gobiernos incrementaron sus importaciones, presionando la demanda, lo que ha llevado a los exportadores a elevar los precios e imponer medidas restrictivas.
Además de esta creciente demanda en los países cuya población más aumenta, Wahlbergis explica que la producción agrícola no ha podido mantener el equilibro entre el cultivo de cereales para consumo humano, la alimentación de ganado y la fabricación de biocombustibles.
En tanto, numerosas poblaciones rurales se depauperan por la competencia industrial y/o los efectos del cambio climático (sequías, inundaciones, heladas), las pujantes clases medias de potencias emergentes como Brasil, China, India o Rusia consumen cada vez más carne y lácteos, lo que ha llevado al cambio de uso de suelo para la cría intensiva del ganado. En este afán no sólo se han desplazado los cultivos para consumo humano, sino que se han deforestado gigantescas extensiones de bosques, cuyo ejemplo más paradigmático es la selva amazónica.
La paradoja mayor es, sin embargo, la de los biocombustibles. Ante el aumento de precios y la futura escasez del petróleo, así como la creciente contaminación producida por los combustibles fósiles, la Unión Europea, Estados Unidos y países como Brasil fomentaron de lleno la producción de etanol, un derivado del maiz o la caña de azúcar. Al igual que con el ganado, su cultivo desplazó los de consumo humano, disparando los precios de los alimentos y poniendo en riesgo la seguridad alimentaria.
Pero no sólo eso. Hay ya estudios alarmantes de cómo la producción de biocombustibles daña el medio ambiente y acelera el cambio climático global. La de etanol, por ejemplo, requiere de grandes cantidades de combustibles fósiles, fertilizantes químicos, pesticidas y agua, además de que ha llevado también a la deforestación de grandes zonas selváticas en diferentes partes del mundo.
Recientemente, el jefe de asesores del área científica del Reino Unido, John Beddington, advirtió que de continuar esta tendencia la crisis alimentaria llegará antes que el cambio climático. Dijo que la producción de agrocombustibles en lugar de alimentos simplemente no es sustentable y que la deforestación de bosques para producirlo era “profundamente estúpida”.
En esta rebatiña por las tierras cultivables, ha incursionado otro factor: el de la especulación financiera. Conforme estallaba la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y diversos países europeos, y se profundizaba la crisis financiera, los especuladores empezaron a invertir en materias primas, creando volatilidad en los mercados y elevando específicamente el precio de los alimentos. Esta crisis sigue en curso y, en días recientes, el FMI calculó que “de evolucionar en forma positiva podría superarse en diez años”.
Gobiernos y organismos internacionales están conscientes de que la seguridad alimentaria mundial enfrenta un futuro sumamente frágil. Tanto, que el presidente del BM, Jim Yong Kim, planteó que “no podemos permitir que las subidas récord en los precios se traduzcan en peligros de por vida, en tanto que las familias sacan a sus hijos de la escuela e ingieren alimentos cada vez menos nutritivos… Los países deben fortalecer sus programas específicos e implementar las políticas adecuadas para aliviar la presión sobre la población más vulnerable”.
Hasta ahora todo lo que se propone son paliativos. Nadie ha hablado de modificar el modelo económico.

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