La violencia de Vallejo
Fausto Vallejo, gobernador de Michoacán.
Foto: Enrique Castro
Foto: Enrique Castro
MÉXICO, D.F. (apro).- Fausto Vallejo es un político priista hecho a la
antigua. Usa la mano dura cuando se siente débil, y quiere aparentar
flexibilidad y democracia cuando en realidad tiene un perfil autoritario y
demagógico.
De 70 años, enfermo de diabetes, sin cuadros nuevos en el priismo michoacano
que le puedan ayudar a enfrentar los múltiples conflictos del estado, llegó al
puesto de gobernador más por inercia y el enfado de la población en contra del
perredista Leonel Godoy, que por representar una verdadera solución a la crisis
de la entidad.
Hoy esa debilidad de gobernar (aunada a la física) se muestra con acciones
desmesuradas de uso de la fuerza, como la que utilizó contra los estudiantes
normalistas de Cherán, Tiripetío y Arteaga, quienes fueron reprimidos por varios
miles de policías con gases y armas, e intimidados con helicópteros y unidades
terrestres.
¿Por qué no usa esa misma fuerza contra las bandas del crimen organizado, si
realmente quiere dar un mensaje de gobernabilidad? ¿Por qué no instrumentar un
operativo similar o a un más fuerte contra quienes atentan a la seguridad de
Michoacán? ¿Por qué tratar a jóvenes (mujeres y hombres) veinteañeros como
delincuentes de alto peligro, peor que narcotraficantes, golpeándolos y
persiguiéndolos con helicópteros en el interior de las escuelas y en las
montañas?
La mayor parte de los estudiantes de esas escuelas normales son hijos de
indígenas, campesinos y comuneros que no tienen otra oportunidad para estudiar
que estos planteles que sobreviven con presupuestos raquíticos. Entrar a una de
las escuelas normales campesinas e indígenas es un privilegio para todos ellos y
ven su escuela como su casa, no solo porque ahí habitan, sino porque forma parte
de su comunidad, de su pueblo.
Fausto Vallejo ha salido a defenderse en medios de comunicación a modo,
asegurando que desde el PRD, la disidencia magisterial y las escuelas normales
se busca desestabilizar su gobierno, y que el operativo policiaco se realizó
para acabar con la impunidad de los jóvenes que habían secuestrado camiones y
autos.
Pero si de impunidad se trata, la mayor destaca entre las autoridades de su
gobierno que solapan la corrupción y están coludidos con aquellos grupos que
realmente atentan contra la seguridad de los michoacanos.
Hay regiones enteras de Michoacán donde Fausto Vallejo y su brazo duro, el
subsecretario de Gobierno, Jesús Reyna, no gobiernan. El crimen organizado es el
que manda, y ahí no hay ninguna acción del gobernador para terminar con la
impunidad y la inseguridad. ¿Se atreverían a hacer lo mismo en esas zonas que lo
que hicieron en Tiripetío, Arteaga y Cherán? Lo dudo, porque ahí se enfrentarían
a verdaderos grupos armados y no con estudiantes que se defendieron a
pedradas.
El propósito del gobernador michoacano de verse fuerte con una acción
desmedida contra los estudiantes sólo lo mostró débil y carente de apoyos. Ahora
que si lo que quiere es ganar tiempo para que llegue Enrique Peña Nieto, y desde
la presidencia reciba el apoyo político y económico que necesita para terminar
su administración, ese cálculo puede fallarle, porque los problemas del próximo
jefe del Ejecutivo federal serán tantos, que difícilmente tendrá la atención que
él quisiera tener.
La crisis en la que se encuentra Michoacán, generada por una serie de
gobernantes incapaces y negligentes, incluidos los del PRD –no por los maestros
disidentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) o
los estudiantes normalistas, como señalan los articulistas oficiosos–,
difícilmente se resolverá con macanas, gases paralizantes, armas y
helicópteros.
Hace falta más inteligencia que fuerza, porque el tejido social que se ha
roto se teje, no se forja a fuego y golpes. Y eso, al parecer, es lo que no
tiene el gobierno priista de Fausto Vallejo, que sólo quiere enfrentar su propia
incapacidad y debilidad con el uso de la fuerza contra jóvenes veinteañeros,
hijos de campesinos e indígenas empobrecidos por las mismas políticas
gubernamentales aplicadas durante décadas.
El pequeño gallego
De Javier Sicilia a Humberto Moreira
José Eduardo Moreira Rodríguez, en compañía de su
padre, Humberto Moreira, y sus hermanos
Foto: @jeduardomoreira
Foto: @jeduardomoreira
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Querido Humberto:
Aunque no nos conocemos personalmente, el adjetivo con el que me dirijo a
usted es real y debe tomarlo en su sentido más profundo: usted, Humberto, se ha
convertido, bajo el peso de la desgracia que se ha adueñado de nuestro país, en
un hermano más en el dolor, en alguien muy querido y muy amado en esa comunidad
de los que sufren.
Cuando supe del asesinato de su hijo José
Eduardo, mi corazón se quebró, como no ha dejado de quebrarse cada vez que sé
del asesinato o de la desaparición de alguien; cuando lo vi por la televisión en
el funeral al lado del dolor de su familia, las lágrimas inundaron mis ojos.
Usted ya no era el exgobernador de Coahuila, el expresidente del PRI, el
político famoso y controvertido; usted era yo, y su familia, la mía; era cada
uno de los padres, madres, hermanas, hermanos e hijos que no he dejado de
abrazar y me han abrazado en medio de esta tragedia sin fin; era, junto con los
suyos, el rostro desolado de las víctimas: un ser humano desfigurado, reducido a
una pura cosa por la imbécil desmesura de la ambición y de la fuerza que
destruyó la vida de su hijo, como destruyó la del mío y la de tantos hijos e
hijas de otros padres. Desde entonces no he dejado de abrazarlo, a usted y a su
familia, en mi corazón.
La comunidad de las víctimas, usted lo sabe, usted lo experimenta con todo el
dolor, carece de ideología. Su rostro es el de la derelicción, el de la
desdicha. No encuentro otras palabras para definir ese estado que el del
desarraigo de la vida, una especie de muerte atenuada que, dice Simone Weil, se
hace presente en el alma por la aprehensión de un extraño y profundo malestar
físico que se parece al dolor extremo pero que no es dolor, sino sufrimiento,
desdicha, una especie de abandono y de desamparo total que nos hacen buscar el
consuelo de los seres humanos y la justicia.
Usted, querido Humberto, al igual que yo y que otros –muy poco, por
desgracia– hemos tenido consuelo y justicia. Sin embargo, hay miles que no los
tienen. Una horrenda injusticia que habla de las omisiones y complicidades del
Estado, que carga a sus espaldas el 95% de impunidad, hace que sólo algunos
–aquellos que tenemos el privilegio absurdo de una visibilidad social– podamos
acceder a ellos. Hace unos días, una víctima cuyo hijo desapareció hace un año
en Nuevo León y que no halló justicia, porque nadie en el Estado ha seguido su
caso como se ha seguido el de nuestros hijos, se encerró en su departamento y se
dejó morir de tristeza. No le dimos el amor, la esperanza y la justicia que
necesitaba. Eso, querido Humberto, no podemos ni debemos aceptarlo. La justicia
y el consuelo deben ser para todos, porque todos merecemos el mismo amor, la
misma justicia, la misma solidaridad. Es lo mínimo que nos debemos como seres
humanos, y es lo mínimo que debemos exigirle a una sociedad y a un Estado.
Sé, sin embargo, querido Humberto, que no hay justicia ni consuelo alguno que
puedan compensar la desdicha –por eso el Cristo resucitado lleva las huellas del
mal en su cuerpo–, pero sé también que en esas oscuridades a las que el mal nos
arrojó no podemos –a menos que aceptemos el infierno– dejar de amar y de saber
que hay consuelos y justicias que les debemos a otros y que por ese amor
desdichado –que es nuestro único vínculo con Dios, con nosotros mismos y con
nuestros prójimos– tenemos que cumplir y hacer cumplir.
Usted y yo tenemos un hijo asesinado. Pero hay miles que claman por la
justicia que se les debe a ellos y a sus hijos o padres o esposos o esposas
asesinados; hay otros miles más que los tienen desaparecidos y que no
encuentran siquiera la justicia de saber su paradero. No quiero comparar –a
estos niveles de la desdicha no existen comparaciones–, pero los padres y las
familias de los desaparecidos viven una injusticia peor. Usted y yo tenemos la
respuesta completa: sabemos qué les pasó a nuestros hijos, recuperamos sus
cuerpos, los honramos, los lloramos y obtuvimos justicia –en mi caso aún no
plenamente; todavía faltan las sentencias–. Pero esas víctimas no saben si sus
familiares viven o están muertos; si viven, dónde están y cómo están; si están
muertos, qué les sucedió y dónde están sus cuerpos. Las he oído y visto clamar,
aullar, gritar, luchar; las he acompañado en “la tortura de la esperanza”.
Por ese sufrimiento que nos hermana ahora, le pido que tome al lado nuestro
el camino de la justicia y de la paz. Usted, en medio de su dolor, y si no deja
de amar –le suplico que nunca deje de amar, de orientar su alma hacia el amor–,
puede hacer mucho por esa realidad ausente que desde hace más de año y medio el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) se impuso construir.
Quizá no podremos hacer un México en donde no haya muertos y haya una
justicia plena, pero podemos contribuir a que otros padres y otros hijos no
sufran lo que usted, yo y nuestros hijos sufrimos, a que los familiares de
desaparecidos recuperen a los suyos, a que la justicia se cumpla en mayor medida
y la paz vuelva a la vida de la patria. El amor, querido Humberto, es el único
punto que tenemos para orientarnos en medio del desastre.
Desde allí, no dejo de abrazarlo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos
los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer
los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro
de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a
Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la
guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.
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