Invasión zombi en un país de muertos
Miles de zombis toman la ciudad de México.
Foto: Xinhua / Pedro Mera
Foto: Xinhua / Pedro Mera
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Los zombis son cadáveres obligados a babear
24 horas al día. Como todos, un zombi tiene una historia parecida a la de
Daniel: “Ayer cuando me estaba bañando salió un bicho por la coladera y me
mordió el pie. Me quedé tirado en el baño unos minutos. Cuando me vi en el
espejo mi piel se empezó a desprender y la piel se me hizo verdosa y los ojos
se me voltearon y me cambiaron de color.”
-¿Y qué le pasó a tu hijo?
-Pues cuando salí de bañarme íbamos a cenar y le di un beso a mi hijo en el
brazo y también se puso verde. Me dieron ganas de morderlo, pero sólo mordí a mi
esposa. También se puso verde.
Entonces, de la manera más natural Daniel y su familia están en al pie del
Monumento a la Revolución con miles de zombis. “A lo mejor a todos les pasó lo
mismo, a lo mejor es algo que el gobierno puso en el drenaje para que nos
infectara a todos”, dice Daniel con una imaginación desbordada. Sabe que es una
situación delicada. Los gruñidos de los demás zombis le resultan
desconcertantes.
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La Plaza de la Revolución es un tablero de ajedrez. Un hombre con ojos
amarillos como de reptil brinca como caballo. “Sangre, sangre”, murmura.
Diagonal izquierda. Diagonal derecha. Movimiento en desorden. Avance y
retroceso. Los zombis no tienen conciencia de sí mismos. “Son seres infectados
por un virus muy extraño”, dice una enfermera que intentó curarlos, pero que
también está infectada.
Ella camina como si emergiera de las profundidades marinas, con el cabello
húmedo. Va cubierta con una bata blanca y su cabello semeja un ser vivo cada
que el viento arrecia en su cuello.
Un vendedor de frituras no se inmuta cuando un zombi babea a su lado. No sabe
que acaba de morir.
Cada mordida es un intento fallido por infectar a alguien. Nadie, sólo los
zombis entienden qué los tiene ahí reunidos. Algunos turistas esquivan con
disgusto a uno de los zombis más grotescos. De otros cuelgan extremidades y
órganos: un brazo, una pierna; ojos, intestinos.
Por la plaza deambulan militares con el tiro de gracia. Familias
ensangrentadas que ofrecen mordidas gratis. Un mesero desdentado que ya no pudo
robarse más ron de la barra y sólo carga una botella vacía. La caperucita roja
que por fin logró decapitar al lobo y pasearlo como un trofeo. El transexual que
aprovecha la ocasión: “sexo por cerebros”, anuncia. Sacerdotes que comen ojos en
vez de palomitas.
El frío desciende con las nubes y la voz maltratada de los zombis se confunde
con el crepitar de las quijadas temblando en las piernas de los monstruos.
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En la Plaza de la Revolución cuelgan fotos de algunas personas muertas a
manos del crimen organizado, José y Laura las miran con extrañeza. “Imagínate
estar ahí”, le dice con el rostro ensangrentado. “No está bonito que le tomen
fotos a alguien decapitado”, le contesta su novia. Para ellos el narcotráfico es
un virus como el de los zombis:
-Los zombis no matan, sólo comen cerebros e infectan a sus amigos- dice
José.
-En sí, no estamos muertos, sólo nos infectó un virus que nos dejó así-
asegura Laura señalando su pedazo de mejilla descarnada.
-Es como las drogas, para que entiendas, o como el dinero, se va propagando
en la vida real, toda esa gente muerta está ahí tirada porque no pagó sus deudas
o se drogó mucho- especula José.
-El Chapo, por ejemplo, es un zombi intocable, él infecta a los
demás, pero no puede ser infectado- matiza Laura con una claridad helada, como
el zombi que diagnostica su propia enfermedad.
Detrás de ellos, un hombre ofrece cerebros de cera por 35 pesos. Por encima
salta una mujer con el fémur de fuera y una zombi harapienta con un vestido de
novia.
“En Atenco la sangre fue de verdad, no simple pintura”, se lee en una
pancarta. “Para qué el disfraz, si siempre has sido un zombi, jamás has tenido
conciencia”, dice otra.
“Soy fan de las películas de Romero desde que empecé a ver cine”, justifica
Luis. “Es intolerable que exista un país de muertos y la gente lo vea como un
juego. No se dan cuenta de que la vida real está infectada por un virus que se
instala en la mente de las personas. La ignorancia es el virus”, cuenta Luis,
uno de los campistas de #YoSoy132 en el Monumento a la Revolución.
Entre la multitud se escuchan aullidos de furia. “Peña Nieto debería
encabezar esta marcha”, espeta un joven.
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Monstruos de la posmodernidad, habitantes de la literatura snuff, mamíferos
del siglo XXI y personajes de una película de George Romero caminan por avenida
Juárez rumbo al Zócalo.
“Es una marcha intelectual, sólo nos interesamos en tu cerebrooo…”, se lee en
una cartulina. Esta vez el desfile no enarbola reproches por las muertes por el
sexenio calderonista o las truculentas reformas que sólo favorecen a los
empresarios y al gobierno.
El aire arrastra olores desconocidos que no pueden disimular las fritangas
que se preparan por aquí y por allá.
En el hotel Hilton de avenida Juárez se escuchan aullidos de psicosis:
“Alguien arréstelos”, grita una señora encopetada mientras estaciona su
camioneta de lujo. Una turba de zombis enloquecidos se abalanza contra su
vehículo: la manosean, la babean, le arrojan ojos y cerebros de gelatina.
Sicarios a sueldo le disparan a los zombis con armas de plástico. Ellos se
arrastran por la avenida pero no se rinden. Los hombres armados corren.
“¡Ce-re-bros, ce-re-bros!”, claman los infectados.
Frente a Bellas Artes un grupo de zombis mimos observan a un tenor. Un joven
con los ojos rojos babea frente a él. Al final de la pieza el Pavarotti de Eje
Central habla: “Gracias por ser parte de tanta belleza”. Algunos zombis arrojan
algunas monedas.
Sobre Madero, un hombre que se escapó con una bata de Seguro Social imita los
movimientos y pronto encuentra la cadencia necesaria para no desentonar junto a
los muertos. Él sonríe, pero nadie le corresponde. Los zombis no sonríen.
Un par de guerreros aztecas hacen un ritual en la entrada de la Plaza de la
Constitución. El copal acompañaba los sacrificios humanos en la antigüedad.
Ahora envuelve a todos los muertos vivientes. El aire se vuelve fresco.
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Aunque unos cuantos kilómetros después sus pasos dan una clara muestra de
mejoría, Daniel no acaba de creerse su nueva condición zombi. La primera
decisión que toma apenas le hace abrir más los ojos: “Tendría que dejar mi
trabajo…” Convencido de que ostenta un disfraz inverosímil, se toca con
meticulosidad su rostro verdoso. Su dedo se pinta de verde. Daniel se encoje de
hombros pensando lo que sucedió la noche anterior. Él y su familia se pierden en
uno de los cuadrantes del Zócalo capitalino. Junto a ellos caminan cientos de
muñecos de sangre para un teatro guiñol desvencijado
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