Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 3 de febrero de 2013

El Despertar-Se debilita Peña - Díptico- Cambiar los usos (y los abusos)-

El Despertar
Se debilita Peña
José Agustín Ortiz Pinchetti
Comienza a oscurecerse la ilusión que generó en millones la inauguración del gobierno de Peña. Muchos observadores y aliados confirman la sensación de que la luna de miel terminó. Incluso los panistas que le pavimentaron el camino caen en cuenta que hicieron mal al permitir que el viejo partido y sus vicios se apoderen otra vez de la escena pública. (J. Lozano, El Universal, 28/1/13). De hecho, Peña no merece convertirse en un gran líder nacional, su triunfo fue ilícito y sólo contó con 22 por ciento de apoyo de la población. Es un político mediocre y su equipo de orientación conservadora es imposible que haga las reformas prometidas. Aprovecharon el optimismo un tanto infantil que se produce en México al iniciarse cada sexenio, pero hoy ha durado muy poco.
 
Pronto las expectativas comienzan a disolverse. En parte porque ningún gobierno, por mejor intencionado y eficaz que sea, podría colmarlas. Las contradicciones se vuelven numerosas. La privatización de Pemex provoca resistencia no sólo en la oposición, sino en parte del PRI. Para colmar el vacío que dejaría la aportación de un billón de pesos que hace la paraestatal al presupuesto tendría que aumentarse el IVA en alimentos y medicinas, lo que va a provocar una gran impopularidad. Una reforma progresiva encontraría la resistencia feroz de la oligarquía. Pronto acabó la ilusión de que Peña pacificaría al país. Los asesinatos se han multiplicado y la sensación de desprotección del pueblo aumentó con la explosión de Pemex, que ha provocado una oleada de sospechas a pesar de las tranquilizadoras declaraciones oficiales.
 
La ilusión de la recomposición de las instituciones se vino abajo en menos de un mes. La Suprema Corte de Justicia quedó dañada por la liberación de Florence Cassez y con el fallo contra el SME que cerró la puerta de la política. El IFE ha caído en su nivel más bajo de credibilidad al encubrir el trinquete de Monex.
 
El intento de convencer de una vocación social con la cruzada contra el hambre ha fallado por su evidente carácter populista y clientelar para ejercer control político y electoral sobre los millones de mexicanos más pobres. Además se transparenta un gran bisnes, al aparecer como proveedor una curiosa asociación de bancos privados que se encargarán de financiar millones de despensas.
 
En el fondo lo que todos percibimos es que el regreso del PRI no significa una modernización. Es parte de una decadencia que va resquebrajando al Estado y destruyendo la cohesión social. El formidable montaje mediático puede tener efectos eficaces. Pero no puede vencer a la realidad. Se puede engañar a todos por un tiempo y algunos por todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo.
Díptico
Arnaldo Córdova
Foto
Inicio de la sesión en la Suprema Corte el 2 de enero pasadoFoto Roberto García Ortiz
Esa mercancía llamada hambre. El hambre es un fenómeno que tiene que ver con la producción y la distribución. Se tiene hambre porque no se produce lo suficiente para alimentarse y se tiene hambre porque en la distribución de lo producido se tiene poco acceso o no se tiene acceso en absoluto a lo que es necesario para la alimentación. En un sistema como el nuestro, de extremada concentración de la riqueza y de descuido sistemático de la producción de alimentos y su sustitución por la importación de los mismos, el hambre es una consecuencia necesaria e irremediable. Con la especulación que todo ello acarrea, tenemos, así, que el hambre se convierte en una mercancía más.
 
El gobierno que quiera de verdad enfrentar el problema del hambre tendrá que resolver los ingentes problemas que son generadores del fenómeno, tanto en la producción como en la distribución de alimentos. Eso, empero, es sólo el principio. Después tendrán que crearse las condiciones para que los necesitados de alimentos tengan con qué obtenerlos. Los que sólo dependen de la venta de su fuerza de trabajo deberán obtener ingresos suficientes para abastecer sus despensas; los que trabajan la tierra y viven de ella deberán tener todas las facilidades para hacerla producir. Todo ello quiere decir salarios suficientes y oportuna refacción y atención de servicios al campo.
 
Ahora que se anda poniendo todo el tiempo como ejemplo a Brasil, habría que ver lo que el gobierno de Lula hizo con su programa Fome Zero (Hambre Cero) para acabar con el hambre. En primer lugar, emprendió un programa de largo plazo para aumentar permanente y consistentemente los salarios, sobre todo los más bajos. En segundo lugar, desarrolló otro proyecto para poner al alcance de la población de más bajos ingresos las subsistencias que les eran precisas, mediante mecanismos de distribución y redistribución que utilizaban los cauces del mercado, pero que mantenían una política fija de precios y de abastos. Finalmente, logró encauzar el movimiento de los Sin Tierra hacia una nueva reforma agraria que, donde era posible (y lo era en muchos lugares), proveía de ese medio indispensable a los trabajadores del campo. Todo ello, articulando decenas de programas específicos para los pobres e indigentes.
 
En México, Peña Nieto hizo público en Las Margaritas el decreto que establece el Sistema Nacional para la Cruzada contra el Hambre (SinHambre). Eso fue el 21 de enero pasado; al día siguiente se publicó en el Diario Oficial de la Federación. En lugar de iniciativas concretas, hay un llamamiento a todos los sectores sociales y productivos para que colaboren en el proyecto. En su artículo segundo se enumeran los propósitos: cero hambre, eliminar la desnutrición infantil, aumentar la producción de alimentos y el ingreso de los campesinos, minimizar las pérdidas post-cosecha y promover la participación comunitaria.
 
En los siguientes artículos se hace mención de lo que será el elemento organizativo: una comisión intersecretarial, acuerdos integrales que no se sabe qué serán, un Consejo Nacional de la Cruzada contra el Hambre y comités comunitarios. Todo ello, al parecer, para administrar los recursos que el programa requiera y que no se sabe tampoco de dónde habrán de salir.
 
Más burocracia y, con ella, más dispendio de recursos y cero resultados, como se puede anticipar. Se trata sólo de una bandera demagógica sin aliento ni sustento. Si Peña Nieto quiere saber cómo se lleva a cabo la lucha contra la miseria y el hambre, sólo tiene que estudiar la experiencia cardenista, con su amplia reforma agraria y su apoyo a los trabajadores de las ciudades y los campos.
 
2. La justicia de la injusticia. La Suprema Corte de Justicia de la Nación fue instituida por el Constituyente como el departamento del Estado encargado de decir el derecho de todos y cada uno de los mexicanos; pero no tanto de hacer pronunciamientos de carácter legal (la ley dice esto) como de realizar la justicia. Es importante para todos que tengamos un órgano que se dedica a esclarecernos lo que las leyes, en su relación con la Constitución, dicen y quieren decir y los objetivos a los que están dirigidas. Lo más importante, sin embargo, es que las injusticias se aclaren y se rediman. La Corte está pensada para realizar el derecho con justicia.
 
De acuerdo con ello, debería ser un modelo de buen funcionamiento y de probidad en sus funciones. Pero el Supremo Tribunal que tenemos en los hechos deja mucho que desear por sus excesos legaloides y su falta casi absoluta de educación filosófico jurídica que impide a sus miembros entender que su cometido es realizar la justicia. Lo ha demostrado muchas veces y el colmo ha llegado al revocar el amparo que el Sindicato Mexicano de Electricistas había obtenido del segundo tribunal colegiado en materia de trabajo en contra del decreto presidencial que desapareció la paraestatal Luz y Fuerza del Centro y que obligaba a la Comisión Federal de Electricidad, en su condición de patrono sustituto, a recontratar a los trabajadores.
 
El alegato del ministro ponente, Luis María Aguilar, que sirvió de base a la resolución es un ejemplo de rabulería e ignorancia del derecho. Según él, el presidente de la República no es patrón de los trabajadores de los organismos descentralizados, porque éstos tienen su propio estatuto y se manejan autónomamente. Aparte de ni siquiera interesarse por el hecho de que, con todo y su autonomía, el presidente, por decreto, desapareció a LyFC, el ministro y todos los que le siguieron se pasaron por el arco del triunfo la teoría fundamental de nuestro principio constitucional de la división de poderes.
 
Según ellos, ahora tenemos cuatro poderes federales: los tres que ya conocemos y otro, la Administración Pública Federal, en la que estaba incluida LyFC, ignorando que la tal administración queda bajo la autoridad del Poder Ejecutivo y que éste es el responsable directo, frente a la nación y a los demás poderes, de todos y cada uno de los órganos que la constituyen (artículo 90 de la Carta Magna). Si es Ejecutivo, este poder lo es porque tiene bajo su mando a la Administración Pública Federal y es a través de ella que ejecuta. Cualquiera que haya cursado derecho administrativo lo sabe de sobra.
 
La del ministro Aguilar parece ser la teoría de lanzar la piedra y esconder la mano… El presidente puede, por decreto, desaparecer un organismo descentralizado, pero no ser responsable de las consecuencias. Llamarle a eso causa de fuerza mayor es un insulto a la inteligencia de todo un pueblo. Violar la Constitución pasando, encima, por sobre el derecho de los trabajadores de elegir entre ser despedidos mediante indemnización y ser reinstalados en su trabajo es una felonía. En su momento, el sindicato alegó que la fuente no desapareció, siguió ahí, funcionando y prestando el servicio. Lo que desapareció fue el nombre de LyFC. La empresa sustituta (la CFE) es, ni duda cabe, también el patrón sustituto.
 
La Corte no sabe hacer justicia. La suya es la justicia de la injusticia.
 Nuevo rostro-Fisgón
Cambiar los usos (y los abusos)
Rolando Cordera Campos
La crisis obliga a repensar nuestros criterios para formular y evaluar la acción del Estado y, en particular, su política económica y social. Igualmente, impone revisar las retóricas al uso y tratar de dar a nuestro lenguaje coloquial y especializado mayor precisión, tan sólo para forjar nuevos entendimientos.
 
Por lo pronto, podemos decir que ya no suena descabellado proponer que la política gubernamental tiene que cambiar, pronto a la vez que pausadamente, en un gradualismo acelerado, como gusta llamarlo Mario Luis Fuentes. Sin menoscabo de los brotes verdes que aparecen y desaparecen en la economía mundial, es innegable que esta crisis ha propiciado una secuela de adversidad y desconcierto que no va a esfumarse de un día para otro.

Por años, el quehacer económico en México se sometió a los teoremas del ajuste externo, destinado a pagar la deuda. Para sus oficiantes se trataba de mandatos inapelables, sustentados en argumentos contrafactuales superficiales, pero presentados como contundentes dentro y fuera del país. Para eso fue decisivo el cambio en el papel de las instituciones financieras internacionales, en particular el FMI y el Banco Mundial, que de la noche a la mañana se volvieron los cancerberos de los países deudores y los guardianes de los bancos multinacionales.

Luego se impuso la parafernalia de la estabilización a ultranza, con sus pactos antinflacionarios y una austeridad que se volvió agresividad sin cuartel para los más vulnerables. Esos pactos, calificados de exitosos por muchos, no dieron el salto para volverse acuerdos para el desarrollo y la estabilidad se implantó como mantra y dogma.

Como se recordará, un extremo se alcanzó con los draconianos ajustes impuestos por el gobierno del presidente Zedillo al calor del así llamado error de diciembre. Al final de su mandato, Zedillo quiso convertir en política de Estado su particular versión de la ortodoxia político económica, amparado en una recuperación notable del crecimiento y por lo que veía como una reforma política definitiva. En ambos casos, se trató de golondrinas que no hicieron verano… y aquí estamos.

Salir del laberinto doctrinario y lingüístico resultante de décadas de desvarío es urgente, pero no será fácil, porque hay demasiados intereses en juego. La estabilidad no es una variable que se pueda comprar en Wal-Mart o importar de las oficinas centrales del FMI, como lo aprendimos dolorosamente, pero lo cierto es que todas las sociedades del orbe, pobres o ricas, emergentes o bajo el agua, la valoran como pocas otras cosas. Y se acostumbran a ver y sentir sus implicaciones y costos como algo natural y hasta bienhechor, aunque en ello les vaya el empleo o las perspectivas de avance social y progreso económico, como lo prometía el viejo paradigma heredado de la otra gran crisis que llevó al mundo a la guerra y la destrucción masiva.
 
Cambiar, así, puede proponerse como un imperativo, pero las colectividades no parecen siempre dispuestas a, como decía el presidente Mao, anteponer el atreverse.
 
La trascendencia de la política se hace evidente ante dilemas como el referido: ¿cuánto de estabilidad y cuánto crecimiento? ¿Cuánto déficit y cuánto endeudamiento? han vuelto por sus fueros como disyuntivas acuciantes cuya superación en positivo se ha probado peliaguda, a pesar de los pesares que han sido muy graves y pueden llegar a más, como lo muestra la experiencia de la ahora estigmatizada periferia europea.
 
La austeridad a rajatabla en medio de una recesión es contra natura, porque pone en riesgo lo más elemental, que es la capacidad de reproducción de la especie y sus instituciones. Y sin embargo, diría un contra Galileo, la losa recesiva y contraccionista no se mueve o no lo hace a la velocidad requerida. Como no lo hace una sabiduría convencional convertida en necedad corrosiva.
 
De aquí la necesidad de cambiar y pronto, en los modos de razonar las relaciones entre economía y sociedad y entre Estado y mercado, entre la economía y la política. Es la mínima coordinación social, de la que dependen la convivencia y la subsistencia, la que se ha puesto en juego.
 
No vamos a lograr estas transformaciones, políticas, culturales, intelectuales, si lo que impera es el utilitarismo ramplón, disfrazado de realismo y, peor aún, de pragmatismo. Como lo enseñan los apetitos del nutriólogo que preside el Consejo Coordinador Empresarial, o la intrigante recurrencia a la astrología a que se han dado en la OCDE sus cuadros dirigentes y de estudio.
 
Un poco de modestia y más de prudencia, como la mostrada hace unas semanas por altos funcionarios y economistas del FMI, quienes reconocieron graves equivocaciones en sus proyecciones para Europa, no nos caería mal en estos trópicos. Sobre todo si las acompaña una efectiva gana de atreverse a soltar las amarras doctrinarias, que a lo largo de los años se volvieron camisa de fuerza de la imaginación política y la cooperación social, nuestras virtudes extraviadas y todavía en la clandestinidad.

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