Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

domingo, 1 de enero de 2012

El año que no termina

El año que no termina

Uno de los asesinados en Sinaloa. Foto: Juan Carlos Cruz
Uno de los asesinados en Sinaloa.
Foto: Juan Carlos Cruz
MÉXICO, D.F. (Proceso).- A pesar de la milenaria tradición de los ciclos donde el año que termina se abre siempre a la posibilidad de algo nuevo, de un retorno al origen donde todo era bueno, hoy la celebración del año nuevo es sólo un mero cambio de fecha. Entre el ayer y el hoy, entre 2011 y 2012, sólo hay deseos que la continuidad del horror niega.
El 2012, en el que ya nos encontramos, no es, por lo tanto, más que el ahondamiento de un año que, como los anteriores, no encuentra ni su quiebre ni su fin. Nada se renueva. Todo, por el contrario, continúa su pendiente atroz: el crimen se extiende como una gangrena por todo el territorio; el Estado, cada vez más débil, parece, en sus omisiones o sus complicidades con el crimen, prácticamente inexistente –98% de impunidad no es más que su reflejo–, y los partidos y sus candidatos, como si no pasara nada en la nación ni en sus conciencias, continúan la guerra por otros medios –el autoelogio, la autocomplacencia, las promesas vacías y la destrucción del adversario por la negación y la denostación–. En medio de ellos, los ciudadanos de cada día –aquellos que no pertenecemos ni al crimen organizado ni a la clase política ni a los criminales de cuello blanco–, indefensos, atemorizados, humillados, con salarios miserables o desempleados, sin presente, cargando el peso del alza de los precios, de los impuestos, de la injusticia, de la inseguridad y de la vanidad de los partidos que sólo buscan gobernar para continuar expoliándonos y administrando la desgracia.
Lo que otrora eran fechas sagradas que efectivamente provocaban cambios, ahora se han convertido en el pretexto para el triste hábito del consumo. En el fondo, las celebraciones, que ya muy pocos comprenden, ocultan en realidad el nihilismo –la negación de cualquier sentido, de cualquier humanidad, de cualquier sacralidad, la nada–. El crimen irracional y el Estado corrompido son sus rostros. Ante todo el primero. Quienes niegan todo y se autorizan a matar –una filosofía prefigurada por esos teóricos del nihilismo moderno: Sade, Striner, ese filósofo de la moral del egoísmo, los personajes de Capote o los sicarios de Vallejo– reclaman en nombre de la nada el despliegue ilimitado del orgullo de su imbecilidad. Amputados de la esperanza, rechazan todo límite, y en la ceguera de su impotencia terminan por mutilar, por despreciar, por asesinar. Sólo el yo y su furioso deseo, reproducido como un sistema de espejos en las cofradías criminales, cuentan.
La descomposición del Estado es, sin embargo, el antecedente de ese mismo nihilismo. Bajo las leyes que dice custodiar, en realidad lo que habita es la corrupción y la impunidad. Quienes lo administran –con sus excepciones– consienten en realidad el crimen por omisión, por comisión o por indiferencia. Encubiertos en sus privilegios y en discursos sobre el bien de la nación, en realidad la usan. Detrás de sus instituciones, de su retórica, de sus buenos propósitos para el año electoral, lo único que parece estar no es el estado de derecho, sino las palabras de Striner: “¿Qué es el bien?: ‘Aquello que puedo usar’. ¿A qué estoy legítimamente autorizado?: ‘A todo aquello de que soy capaz’”. Su desprecio por las víctimas, su incapacidad para proponer un camino hacia la paz y la justicia, su deseo de poder y de dinero, tienen el rostro del cinismo y el de la tentación del crimen legal: el despliegue de la militarización del país –contra el nihilismo de los criminales, los escuchamos decir con toda suerte de eufemismos, el nihilismo de la violencia legítima, el desprecio por la justicia y la paz, la retórica gastada de las buenas intenciones, del monopolio de la verdad, y el insulto, nunca el diálogo, que niega al adversario–. Al perderse lo sagrado, lo único que queda bajo su aparente presencia es la violencia sin límite, un lodo en el que ya no sabemos dónde empieza el Estado y termina el crimen.
Quizá, más que con Striner, la realidad que vive México tiene un profundo parecido con la sensibilidad del marqués de Sade. Ese prisionero de la Bastilla, cuyos sueños de una sociedad del crimen alimentaron la imaginación intoxicada de los barrios elegantes y de las tertulias literarias, tiene que ver con nuestros criminales y muchos de nuestros políticos. No importa que no lo hayan leído. Se trata no de un conocimiento, sino de una misma sensibilidad nacida del desprecio por todo lo sagrado: la reivindicación de una libertad total, la deshumanización operada en frío por la inteligencia y la reducción del ser humano a una pura instrumentalidad y a un objeto de uso y explotación.
Con más de dos siglos de anticipación, Sade, a una escala reducida, prefiguró las sociedades nihilistas. Nuestros criminales y muchos de nuestros políticos, sin conocerlo, han fundido su sueño de una república universal con su técnica del envilecimiento. “El crimen –decía Camus– que Sade quería que fuese el fruto excepcional y delicioso del vicio desencadenado no es ya (en nuestro México) más que la triste costumbre” que se continúa y se ahonda con el año que llega.
Afortunadamente aún existen los justos, los que aún aman a los seres humanos y están dispuestos a servirlos para renovar el año.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

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