Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

miércoles, 2 de mayo de 2012

Las armas de Waterloo

Las armas de Waterloo
La batalla de Waterloo.
La batalla de Waterloo.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Al invadir España en 1808 y cesar en funciones al rey Carlos IV y a su hijo Fernando VII, Napoleón impulsó sin proponérselo la independencia mexicana. Luego fue el modelo golpista lo mismo para Iturbide que para Santa Anna y, en forma póstuma, todavía estuvo presente en el 5 de mayo.
La fecha es igual a la de su muerte en Santa Elena. Las armas con que Ignacio Zaragoza triunfó en Puebla hace ahora siglo y medio son las mismas que los ingleses le quitaron a Bonaparte tras la derrota en Waterloo (1815). Quién sabe cuántos traficantes las revendieron antes de asestárselas a un México sin dinero que con ellas se enfrentó en 1862 al ejército modernísimo y triunfante de su sobrino Luis Bonaparte. Por si todo lo anterior fuera poco, el vencedor de la batalla tiene el nombre de la ciudad española (Zaragoza, capital de Aragón) que resistió en 1808 y 1809 dos sitios épicos frente a las tropas napoleónicas.
De Sebastopol a Solferino
Uno de los motivos de Napoleón III, como le gustaba llamarse, para intervenir en México fue el verse a sí mismo como protector de la fe católica. Ya en 1853 esta posición lo había conducido a enfrentarse con el zar de Rusia, a su vez defensor de los cristianos ortodoxos, cuando hubo un conflicto entre los monjes de Tierra Santa, entonces parte del inmenso imperio otomano.
Rusia quería abrirse paso al Mediterráneo. Gran Bretaña no deseaba amenazas contra su hegemonía marítima. Luis Bonaparte pretendía afirmarse como árbitro de Europa y vengar el desastre de Napoleón en la retirada de Rusia (1812). En apoyo de Turquía, ingleses y franceses declararon las hostilidades al zar y se inició la guerra de Crimea (1853-1856). En ella por vez primera hicieron su aparición los barcos ya no de madera sino de hierro. El episodio central fue el sitio de Sebastopol. En él sobresalió el conde de Lorencez, el futuro derrotado de Puebla, y se consolidó como gran escritor un joven oficial ruso, el conde León Tolstoi (Relatos de Sebastopol, 1855).
En 1859 Luis Bonaparte intervino en Italia en apoyo del rey Vittorio Emmanuel II contra los ocupantes austriacos. Napoleón III libró las sangrientas batallas de Magenta y Solferino y la guerra terminó con la cesión de toda Lombardía. Austria retuvo Venecia, entonces gobernada por el archiduque Maximiliano. En toda esta campaña participaron las fuerzas francesas que estarían presentes en el 5 de mayo.
Intervenir en México no sólo le aseguraba a Luis Bonaparte el establecimiento de un imperio latino-católico que frenara la expansión anglosajona. También le daba acceso a las riquezas y los mercados mexicanos y le permitía seguir ostentándose como el defensor del catolicismo cuando el gobierno juarista había nacionalizado los bienes eclesiásticos. Por último, al darle el bamboleante trono de México a Maximiliano, se reconciliaba con Francisco José de Austria cuando ambos sentían la amenaza de Prusia. Bajo Bismarck, y tras la derrota francesa de 1870, Prusia iba a convertirse en la Alemania de las dos guerras mundiales.
Las guerras de Secesión y de la Reforma
Nada hubiera sido posible si en 1860, al llegar el republicano Abraham Lincoln a la presidencia de los Estados Unidos, Carolina del Sur, Misisipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana, Texas, Virginia, Arkansas, Tenesí y después Carolina del Norte no hubieran formado una Confederación para proteger su economía basada en el trabajo esclavo, y elegido presidente a Jefferson Davis, veterano de México como todos los grandes generales de uno y otro bando. Winfield Scott, el vencedor de 1847 y comandante en jefe del ejército del norte, propone el bloqueo de los puertos del Golfo y la invasión de los estados secesionistas. Lincoln sólo accede a lo primero, sin embargo se desata una guerra cruentísima que imposibilita a los Estados Unidos para oponerse a la intervención francesa en México.
El país ha tenido su propia lucha interna, la guerra de la Reforma, que culmina con la victoria juarista de Calpulalpan. Los generales del pueblo, como Jesús González Ortega e Ignacio Zaragoza, han vencido a los profesionales, y además héroes de Chapultepec, como Miguel Miramón y Leonardo Márquez. La lucha armada ha devastado la economía. En julio de 1861 Juárez tiene que aplazar (no suspender) por dos años, el pago de la deuda externa. Los principales países acreedores –Francia, Inglaterra y España– se reúnen en la Convención de Londres y deciden obligar militarmente a México a cumplir con sus compromisos.
Ingleses y españoles ocupan Veracruz y la fuerza expedicionaria tripartita queda al mando del general catalán Juan Prim y Prats, conde de Reus, la gran figura militar española de su época. El 7 de enero de 1862 desembarca en Veracruz el primer regimiento de zuavos, vencedores en Magenta y Soferino y antes en Crimea: Almá, Malakoff y Sebastopol.
Juárez no tiene posibilidad alguna de una guerra extranjera y acepta pagar como se pueda. Envía a Manuel Doblado, gobernador de Guanajuato convertido en secretario de Relaciones Exteriores, para que en La Soledad se reúna con los ocupantes. Prim firma con él los Convenios de La Soledad. Las tropas españolas se retiran hacia la Habana, los ingleses no tardan en irse, convencidos por Prim de que los franceses se proponen invadir México. Ayuda a las conversaciones con Doblado el hecho de que el conde de Reus tenga una esposa mexicana.
Incitado por el agente de Napoleón, Saligny, y por los intervencionistas como el hijo de Morelos, Juan Nempomuceno Almonte, quienes desembarcan de Europa a fin de realizar sus proyectos por intermedio de los franceses, Lorencez plantea exigencias imposibles y el 16 de abril le declara la guerra a México. Doblado contesta que el país responderá a la fuerza con la fuerza.
Para protegerse de la fiebre amarilla, en los Convenios de la Soledad los franceses han obtenido permiso de establecerse en las tierras altas. Tienen pues una ventaja anticipada para abrirse camino hacia la Ciudad de México. El 28 de abril Zaragoza sale a su encuentro en las cumbres de Acultzingo pero no logra frenar el avance invasor.
Todo favorece a Lorencez. Los mexicanos –está seguro– tratarán de resistir en Puebla pero nada podrán contra los zuavos, los cazadores de Vincennes y los cazadores de África. Además serán atacados por los 7000 sobrevivientes del ejército conservador al mando de Leonardo Márquez, el siniestro Tigre de Tacubaya, asesino de Melchor Ocampo y Leandro Valle. Zaragoza envía contra él a Tomás O´Horan y Antonio Carvajal. Márquez, derrotado, ya no puede auxiliar al invasor.
Frente a Puebla y en vísperas de lo que se le antoja un paseo campestre, Lorencez ironiza sobre la ineptitud de los mexicanos. Cómo van a resistir a los franceses si ignoran por completo que la guerra es un arte y una ciencia y requiere de muchos saberes técnicos. A pesar de todo, como Álvaro Obregón medio siglo después, Zaragoza tiene por naturaleza el genio de la estrategia: presenta un plan de batalla que es un modelo de sabiduría y astucia con un empleo matemático y equilibrado de la infantería, la artillería y la caballería. Desde su cuartel general en la iglesia de Los Remedios el general mexicano y su cuartelmaestre (jefe de estado mayor) Ignacio Mejía permiten que los franceses inicien la batalla frente a la garita de Amozoc y queden en medio de las tres alas: la izquierda, a cargo de Miguel Negrete; el centro, comandado por Felipe Berriozábal; y la derecha, bajo las órdenes de Porfirio Díaz.
Lorencez ordena a los zuavos que asalten los fuertes de Loreto y Guadalupe. Primero los reciben con ráfagas de metralla, después con cargas a la bayoneta y el empleo de los machetes. Aunque hemos sintetizado el homenaje a los indios combatientes en los bravos zacapoaxtlas, es justo decir que no sólo fueron ellos: casi todas las poblaciones de la sierra de Puebla enviaron participantes en los combates. Cuando los franceses se baten en retirada los persigue la caballería.
Dos ataques fracasan. Lorencez no lo puede creer. Vuelve a lanzar contra Guadalupe zuavos y cazadores. Ahora se enfrentan a las tropas de Francisco Lamadrid, que los reciben también con arma blanca. A las dos de la tarde cae una tormenta que hace aun más difícil la retirada. Los invasores han luchado con inmenso valor. Comenta Zaragoza: “Los franceses pelean bien pero los nuestros matan mejor”.
Mayo del 62 y junio del 67
La edad promedio de los generales mexicanos es de 30 años. Forman la generación que en su adolescencia padeció en carne viva la derrota del 47 y han jurado que nunca habrá otro militar de este país que abandone a sus tropas, como lo hizo Santa Anna en Padierna, Churubusco y Chapultepec. Zaragoza puede informar por telégrafo a Juárez, quien espera ansioso las noticias en el Palacio Nacional: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria.”
A diferencia de Lorencez, Juárez no se deja llevar por la soberbia. Sabe que el triunfo ha sido muy grande e inesperado y, no obstante, las dificultades apenas comienzan. Zaragoza no tardará en morir víctima de la tifoidea.
González Ortega y la mayor parte de los héroes de la batalla resistirán en 1863 un sitio heroico que termina con la caída de Puebla. Seguirán cuatro años de una guerra terrible que culmina en l867 con la derrota de Maximiliano y la caída de Querétaro y la Ciudad de México.
Mayo de 1862 y junio de 1867 son dos momentos estelares en la historia de México. Hoy como nunca nos hace falta verlos de frente y volver a pensar en ellos.

Aun dentro de su falta absoluta de pretensiones, una nota de esta naturaleza exige una documentación muy amplia que es imposible acreditar en tan poco espacio. Citemos al menos que para la batalla de Puebla ha sido esencial la obra de Pedro Ángel Palou 5 de Mayo de 1862. Palou no ha dejado de trabajar en ella desde el centenario en 1962. Ahora su libro acaba de aparecer en una nueva edición corregida y aumentada.

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