El imperativo de la invalidez
Jorge Eduardo Navarrete
En la entrega más reciente de este artículo bisemanal hice notar un hecho que ha continuado manifestándose y que se mantiene en el centro de la atención y de las preocupaciones en la coyuntura poselectoral. Aludía a que no ha dejado de crecer –en número e importancia– la acumulación de indicios y evidencias sobre la naturaleza, extensión y alcance de las múltiples irregularidades que viciaron el proceso político-electoral que desembocó en la elección presidencial del primero de julio. Como ocurrió a lo largo de ese mes, en la primera mitad de agosto, en forma casi cotidiana, aparecieron nuevos informes de ilícitos electorales y se detallaron mejor las muy extendidas e inquietantes redes de complicidades que los envuelven. Se ha tornado prácticamente irrebatible, con los elementos prexistentes y los surgidos en las dos últimas semanas, la realidad abrumadora de un proceso regido y controlado por montos ingentes de recursos financieros, más allá y por encima de los originados en el financiamiento público de partidos y campañas. Se ha fortalecido, en consecuencia, el reclamo ciudadano porque se aclare –con suficiencia y oportunidad, es decir, antes de la calificación de los comicios– el origen y destino de esos recursos, así como diversos otros actos presumiblemente ilícitos, o al menos irregulares, ocurridos antes y durante los 90 días de la campaña por la Presidencia, determinantes del resultado electoral. En estas condiciones, la declaratoria de invalidez de esa elección aparece ahora como un imperativo ineludible.
El imperativo de la invalidez arriba mencionado no deriva, en realidad, de uno solo de los ilícitos o irregularidades denunciados, considerado de manera aislada, aun si se tratara del potencialmente más grave o lesivo de ellos. Deriva, como resulta evidente para el observador objetivo, del conjunto de ellos, de su sumatoria. Es el cúmulo total de infracciones –cada una de las cuales debiera estar siendo investigada a fondo en estos momentos y en las semanas sucesivas previas al cierre del plazo legal de calificación– lo que dañó de manera irremediable la libertad y la autenticidad de los sufragios emitidos en la elección presidencial y lo que torna ineludible la declaración de su invalidez.
Me parece difícil que la autoridad electoral afirme como verdad incontrovertible que, dada la normatividad y el número de quejas e impugnaciones, no podrán ser investigadas con exhaustividad antes del vencimiento de ese plazo, en tres semanas más. El instituto, el tribunal y la fiscalía especializada disponen de facultades sumamente amplias para allegarse sin dilación la información necesaria para llevar adelante sus pesquisas hasta concluirlas. Hay precedentes de que, si aparece una limitación del lado de los recursos humanos, puede acudirse a los de otras reparticiones del Poder Judicial de la Federación, como ha sido el caso en algunas operaciones de recuento de votos decididas por el tribunal y realizadas en plazos perentorios.
Si, con el avance del tiempo, apareciese la disyuntiva entre emitir la declaratoria dentro del plazo legal establecido sin haber concluido el desahogo de las inconformidades o encontrar una forma legal aceptable de ampliar dicho plazo y llegar a un veredicto precedido por la conclusión de una investigación exhaustiva, me parece que sería preferible optar por esta segunda posibilidad. Median algo menos de 90 días entre el vencimiento del plazo de calificación y la fecha –esa sí inamovible– de término del periodo constitucional. Existen precedentes de recursos para ampliar plazos legales establecidos, mediante el acuerdo de las fuerzas políticas representadas en el Congreso. Uno, que todo mundo recuerda, es el de detener el reloj legislativo para concluir la aprobación del Prespuesto de Egresos y de la Ley de Ingresos de la Federación aunque en realidad haya fenecido el último día del plazo señalado para su adopción. Otro se encuentra en la integración del actual Consejo General del IFE, varios de cuyos integrantes fueron elegidos (o designados) tras del vencimiento de varios plazos sucesivos y, a fin de cuentas, mediante una modificación ad hoc del procedimiento consgrado en la ley. Los plazos legales, en suma, nunca han sido obstáculo si existe un acuerdo político en el sentido de que extenderlos contribuye a alcanzar un mejor resultado sustantivo.
Concluyo preguntándome si las fuerzas políticas representadas en el nuevo Congreso estarían dispuestas a hacer frente a una disyuntiva de esta naturaleza. ¿Puede alguna fuerza política responsable manifestarse de acuerdo con que –cediendo a la presión de los beneficiarios directos de una elección plagada de irregularidades y a la aún más desembozada de los organismos empresariales, que “desde luego que tienen derecho a hablar y exigir buenas conductas… lo que les falta es razón y autoridad para hacerlo”, como señaló en estas páginas Rolando Cordera– se califique como válida una elección efectuada, para no eludir el lugar común,
haiga sido como haiga sido? ¿O preferirían evitar que México sufriera un segundo periodo presidencial consecutivo marcado por un agudo déficit de legitimidad y reponer una elección viciada para, realmente, dejar establecida la consolidación de la democracia electoral?
Competencia-Rocha
Tabú político, legalidad etérea
Adolfo Sánchez Rebolledo
Alejandro Encinas, senador electo, escribió hace unos días que
en este país del absurdo, ahora resulta que actuar bajo los términos que establece la ley y hacer valer los derechos que la misma confiere, es considerado un acto subversivo que desestabiliza al país, repitiendo la queja que desde el fin de los comicios reiteran los principales voceros del Movimiento Progresista. Hace seis años, luego de comprobarse la indebida intervención del presidente Fox en las elecciones presidenciales y no obstante la pruebas en manos del tribunal, López Obrador fue estigmatizado por apelar a la calle, movilizar la protesta ciudadana y
descalificarla parcialidad de las sacrosantas instituciones. Fox no pudo esconder la mano pero no recibió sanción alguna; tampoco su candidato, beneficiario de dichas prácticas ilícitas. Los
castigospor los casos Amigos de Fox y Pemexgate fueron inéditos, muy importantes, pero tardíos. Supimos entonces que hay ciertas conductas reprobables, visibles, inocultables que, sin embargo, en nuestro sistema pasan sin graves consecuencias o quedan impunes o están deliberadamente indefinidas en las leyes para ser burladas o no existe la menor voluntad de aplicarlas. Son una suerte de tabúes implícitos arraigados en la mentalidad proveniente de los reflejos del presidencialismo vertical y autoritario, el mismo que hoy se deslava en el ideario del democratismo ramplón que ostenta como timbre de orgullo una generación de
expertosfuncionales a los nuevos arreglos del poder. Son los que Encinas llama
los templarios de la legalidad.
templarios de la democraciapierden los estribos. En lugar de examinar la calidad de la pruebas, el juicio sumario se produce como respuesta a la solicitud de nulidad a partir de la interpretación del texto constitucional. Y más aún, para justificar la revisión de la elección presidencial, aseguran que detrás de las protestas no hay otra cosa que el intento de desestabilizar la anhelada normalización democrática, pues, bien visto el problema no es para tanto, ya que la diferencia en las urnas fue abismal y las evidencias de ilícitos o irregularidades no son tales ni tan graves… Pues, digamos, ¿qué tanto es un
poco de comprade votos? ¿Qué importa un
pocode rebase de topes de campaña? ¿Qué pesa la manipulación mediática o el uso machacón de encuestas inamovibles? ¿Cuántos votos suman o restan las trampas advertidas o las mañas telegénicas? O las agudas acusaciones que en boca de demócratas (mexicanos) son vituperio: ¿por qué si esas eran las reglas del juego –compra de votos, recursos no contabilizados, etcétera– aceptaron contender?
Al final, uno se puede preguntar si tales denuncias se observarían con la misma parsimonia si el Movimiento Progresista no hubiera puesto en la escena el tema de la nulidad. Se olvida que el tribunal debe considerar todos los argumentos, pero en particular tendrá que pronunciarse sobre la solicitud de invalidación, la cual exigirá de los magistrados una resolución elaborada con sentido de Estado, asumiendo en profundidad la naturaleza de una queja que alude a la naturaleza misma de la vida democrática mexicana. Eso es lo que está en juego para el futuro inmediato.
Es un hecho que el principal problema de Peña Nieto no es obtener la declaratoria del tribunal, la cual ya da por descontada, sino el cerco de desconfianza creado en torno a su figura, inimaginable hace unos meses. La verdadera preocupación está en el reconocimiento de que hay en la sociedad nacional un fondo de malestar que es real y no se disipa saturando el ambiente con consignas triunfalistas pero huecas o con ofertas de vendedores del patrimonio o con mercadotecnia y promesas a manos llenas. En un país cargado de violencia y conflicto, condicionado por la desigualdad y la corrupción de las elites, el problema menor de Peña Nieto y los poderes que lo sostienen no es llegar al primero de diciembre. Ahí comienza, si acaso, un capítulo que no puede ser la repetición del pasado. Para la oposición de izquierda es indispensable conservar y acrecentar su influencia, evitar el desgaste y conservar la iniciativa. Mientras, el tribunal electoral tendrá que decirnos en qué punto la tajada de la corrupción, sin duda vertida sobre la intachable conducta de millones de ciudadanos, mancha o se hace incompatible con la democracia de la elección.
Hechos y derechos-Fisgón
¿Ciudadanos de a mentiritas?
Soledad Loaeza
No es la primera vez que la amplia movilización de votantes por el PRI causa enojo, irritación y, sobre todo, incredulidad. Ya en 1994 la crema y nata de la intelectualidad cayó en esa trampa que la llevó a expresar, como ahora, opiniones despectivas hacia el electorado priísta, al que no bajaron de manipulado, borrego y miedoso, sin darse cuenta de que al expresarse de esa manera decían más de sí mismos que de los priístas. Ante la mayoría de votos que recibió el partido de Peña Nieto el pasado primero de julio, una de las reacciones de Andrés Manuel López Obrador ha sido llamarlos corruptos, y Ricardo Monreal, entre otros, pone en duda su existencia, cuando no los trata como si su cabeza vacía hubiera sido llenada sin ningún freno por la televisión y las empresas encuestadoras. Para los lopezobradoristas, quienes sufragaron por el PRI no pueden ser votantes racionales, electores leales a la opción que representa ese partido, o simplemente no están en su sano juicio; en cambio consideran de manera más o menos explícita que sólo los votantes de izquierda sabían lo que estaban haciendo. Por ejemplo, en la UNAM el Grupo Democracia Revolucionaria (GDR), que forma parte de #YoSoy132, después de negar tener relaciones con algún partido político, respondió a otro grupo estudiantil que le reprocha su preferencia por los partidos de izquierda: “Defendimos el acuerdo de ejercer el voto informado y crítico… y que eso significaba votar por (Andrés Manuel López Obrador…” (La Jornada, 15/8/12). Nada más les falta proponer que le retiren la credencial del IFE a los votantes priístas, o que se declare ilegal al PRI, como se hizo en Argentina con el partido peronista en los años 50. Ambas medidas dejarían en claro el talante autoritario de quienes no aceptan la diferencia política. De aplicar cualquiera de ellas, o ambas, verían bien a bien lo que es el priísmo nacional.
Vámonos con el ganadorlos electores hubieran cruzado la boleta sin más criterio que el de la borregada. Si aceptamos esta premisa también tendríamos que aceptar la de que los anuncios del inevitable triunfo del PRI provocaron una reacción negativa. El poderoso sentimiento antipriísta que ventilaron los estudiantes de la Iberoamericana el 11 de mayo puede ser interpretado como una reacción alimentada por participación de las encuestadoras en el proceso electoral. Es decir, el efecto de las encuestas sobre los electores es ambivalente. Lo mismo ocurre con el impacto de la televisión. Los estudios que se han hecho al respecto en Estados Unidos no son concluyentes; más bien destacan los efectos contadictorios de los mensajes televisivos. Por ejemplo, si de partida el televidente tiene una buena opinión de un determinado candidato, la televisión la refuerza; pero el efecto del mensaje es nulo si la dicha opinión es negativa. Para quienes creen que la televisión es un ente todopoderoso habría que recordarles que durante la campaña de 1988, Cuauhtémoc Cárdenas apareció quizá dos veces en la pantalla chica y, sin embargo, obtuvo más de 30 por ciento del voto en los resultados oficiales.
Los denunciantes del voto priísta se han concentrado en los regalos de campaña y en tarjetas de prepago para demostrar que esos sufragios no fueron la libre expresión de una voluntad política sino producto de la coerción y de la corrupción (la compra del voto). No toman en cuenta que desde la derrota en la elección presidencial de 2000, el PRI inició una trayectoria de recuperación que es una curva ascendente continua –nada más en la elección federal de 2009 el partido obtuvo 12 millones de votos, mientras que el PAN acreditó 9 millones y el PRD apenas rebasó los 4 millones–, que contrasta con los altibajos del voto por los otros dos grandes partidos; además, la mayoría de los estados de la República está gobernada por priístas. Estas cifras dicen algo más que lo que sostienen los lopezobradoristas a propósito de votantes que, en su opinión, son ciudadanos de a mentiritas que hacen como que piensan antes de votar, pero que en realidad se dejan llevar por el flautista de Hamelin.
En lugar de aferrarse a la idea de que el que no piensa como ellos está esencialmente equivocado, los lopezobradoristas deberían preguntarse por qué sigue habiendo en México tantos priístas. Es cierto, pocos son los que con orgullo se ostentan como tales, y aparentemente sólo en el secreto de la mampara de votación pueden actuar con verdadera libertad y escapar al juicio de los fiscales que los condenan a ser ciudadanos de a mentiritas.
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