Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 1 de noviembre de 2012

El Schmürz o Los constructores de imperios- Trickle or treat

El Schmürz o Los constructores de imperios
Olga Harmony
Cornamusa Producciones, fundada en 2006 por el director Mario Espinosa, la escenógrafa Gloria Carrasco y el iluminador Ángel Ancona, en colaboración con el Sistema de Teatros del Distrito Federal, estrenaron El Schmürz o Los constructores de imperios de Boris Vian, importante y prolífico autor francés que es, a pesar de ello, poco conocido en la actualidad en México. Vian fue adherente de la corriente cercana al surrealismo llamada patafísica –que supuestamente contiene las leyes que regulan las excepciones– en honor de Alfred Jarry y de la que recibió varios honores y rimbombantes títulos, aunque en El Schmürz se manifieste más lo referente al teatro del absurdo, pero un absurdo que no carece de cierta lógica interna que da a personajes y situaciones bastantes parangones con el mundo real. El director apunta en el programa de mano algunas consideraciones muy válidas, a las que sería casi impertinencia añadir otras cuestiones, pero sí cabe decir que las gracejadas disfrazan una violencia dirigida, sobre todo, hacia el ser más débil que, paradójicamente, es el que sobrevivirá como especie; hay que recordar que el autor francés se manifestó en contra de lo que su país hacía en el Vietnam que ocupaba en esa época.
 
 
La familia tradicional de padre, madre e hija, a la que se añade una empleada doméstica, es distorsionada tanto por la presencia de ese extraño Schmürz, como por el sonido que los trastorna y los obliga a subir cada vez un piso del edificio. La joven Zenobie es la que guarda recuerdos infantiles de cuando vivían de manera estable y tenía una linda recámara con vistas a los árboles, además de que parece ser la única que ve –y lo hace compasivamente– al golpeado Schmürz. Se trata del personaje positivo de la obra a pesar de las bruscas respuestas que da a sus padres, entendibles en una adolescente frente a la desagradable pareja que forman sus progenitores –discursivos en fracasados intentos de decir algo profundo y repetitivos en las rememoranzas de su idilio– antes de su cruel desaparición, luego de la cual el padre exclama como un burgués bonachón: Los niños siempre tienen que dejar a sus padres. Es la vida. Los personajes irán desapareciendo conforme se sube de piso.
 
 
En un edificio diseñado por Gloria Carrasco, e iluminado por Ángel Ancona la escalera que se inclina hacia atrás y hacia adelante priva en el espacio al que arribarán los personajes con algunos bártulos tras de que el padre rompe un tramo de tabiques desde afuera, amén de que Schmürz ya se halla sujeto por un arnés –del que se librará poco después– a una pared. A partir de entonces se va desarrollando la extraña trama de presencias y olvidos, con ese vecino que puede ser o no antiguo conocido, como sostiene Zenobie. Empieza también a escucharse el sonido y prosigue la ascensión. En un momento dado, para que se distraiga al público de que se retira la escalera y aparezca la cama de otro piso, el vecino canta, mimando sobre pista grabada, una canción del acervo de Boris Vian, lo que enriquece el montaje cuidado como todos los suyos por Mario Espinosa.
 
 
El director marca a cada actriz o actor con un modo especial. El que más matices tiene es José Carlos Rodríguez, como el Padre, que pasa de modos coléricos para reprender a su hija a amorosas aproximaciones hacia su esposa, para terminar con su discurso pseudo patriota sin recuerdos de su familia ni de todo lo acontecido. La Madre, incorporada como esposa complaciente y cariñosa con los suyos por Carmen Madrid, cae en arrumacos sensuales ante los avances del padre. Sofía Espinosa (que alterna con Patricia Yáñez) es una adolescente sensible como Zenobie, con transiciones muy logradas de la piedad que le produce El Schmürz a la ternura de sus recuerdos, y al fastidio hacia sus padres. La Cruche de Alaciel Molas no sólo refunfuña y enlista lo malo que encuentra, como en el original, sino que lo hace con un habla rápida y sin parar muy graciosa. El vecino, en la persona de Javier Rojas Trejo es un relamido y amable figurín y José Antonio Becerril es un Schmürz al que el director quita los harapos y lo hace cambiarse en escena por casco y pechera, arrastrándose por todo el escenario. El vestuario es de Adriana Olivera y la selección musical de Sebastián Espinosa.
 
 
Trickle or treat
Miguel Marín Bosch
Lo que pudo haber sido una relección tranquila se le ha complicado al presidente Barack Obama. No está generando el tipo de entusiasmo entre los jóvenes que lo llevó a la Casa Blanca hace cuatro años.
 
 
Tampoco le ha ayudado a Obama su triste papel ante el ex gobernador de Massachusetts Mitt Romney en el primero de los tres debates televisados. Dichos debates no suelen influir mucho en la opinión pública, pero el papelón de Obama hizo subir los bonos de Romney entre el electorado. Según las encuestas, hoy hay un empate técnico entre los candidatos.
 
Obama ha ido perdiendo una pequeña ventaja que tenía tras las convenciones de los partidos. Romney le está quitando preferencias entre el llamado voto femenino, pero Obama parece mantener su ventaja entre los potenciales votantes no blancos (latinos y negros).
En ese primer debate Romney acusó a Obama de querer “trickle down government”. Se trata de un juego de palabras con la idea de que el partido republicano aboga por una economía en la que la creciente riqueza de los que más tienen irá filtrándose hacia abajo, a los que menos tienen.
 
Cuando se reduce a su mínima expresión la contienda presidencial en Estados Unidos nos quedamos con dos visiones encontradas del papel del Estado. Por un lado, están los herederos de la tradición de un gobierno intervencionista que busca incidir en la economía y asegurar el bienestar de los ciudadanos. Piensen en Franklin Delano Roosevelt y John Maynard Keynes.
 
Por el otro, están los que buscan reducir a un mínimo el papel del Estado y dejar que las fuerzas del mercado dicten el rumbo de la economía. Piensen en el liberalismo de la llamada escuela austriaca representada por Friedrich Hayek y luego ampliada por Milton Friedman y otros neoliberales. Ahí está también Margaret Thatcher y, en algunos aspectos, Ronald Reagan.
 
En Estados Unidos los neoliberales se refieren despectivamente al modelo europeo del estado del bienestar como el nanny state o Estado niñera. Se oponen a la idea de que el Estado cuide o proteja a los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba. No quieren saber nada de los servicios sociales, los sistemas de salud, etcétera.
 
Desde Roosevelt, los dos partidos principales en Estados Unidos se han identificado con una u otra de esas escuelas económicas. Desde luego que las diferencias no siempre fueron tan tajantes como aparecen hoy. Con Bill Clinton se borraron muchas de esas diferencias, sobre todo durante su segunda administración. En el Reino Unido Tony Blair se encargó de imitar esa llamada tercera vía.
 
A George W. Bush tampoco se le puede identificar como un republicano de ultraderecha en materia de política interna. Pero algo ocurrió dentro del partido republicano a partir de la llegada de Obama a la presidencia en 2009. Surgió un movimiento llamado Tea Party, que exigió un posicionamiento más ortodoxo y de derecha. Cobró vida en las elecciones para el Congreso federal en 2010 y ahuyentó a los llamados republicanos moderados.
 
El Tea Party es un movimiento antigobierno, antinmigrante, antigasto público con fines sociales y anticualquier acuerdo de compromiso con la oposición. Tomó su nombre del Boston Tea Party de 1773, uno de los detonadores de la guerra de independencia y un símbolo histórico de quienes se oponen a los impuestos.
 
Ello explica el triste espectáculo que ofreció el proceso de primarias del Partido Republicano para seleccionar a su candidato presidencial. Los aspirantes se esforzaron por complacer a los representantes del Tea Party y fueron adoptando una línea cada vez más reaccionaria. Mitt Romney tuvo que hacerles el juego y asumir posiciones muy conservadoras. Por ejemplo, tuvo que criticar el sistema de salud que había apoyado para el estado de Massachusetts, mismo que en muchos aspectos fue reproducido a escala nacional por Obama. También matizó su idea acerca del aborto.
 
Desde luego que el Tea Party agrupa a muchos individuos que no esconden su racismo. Son parte de ese sector de la población que simplemente no acepta a un presidente negro. También defienden a ultranza esa idea que la sociedad les ha inculcado a tantos estadunidenses: que Estados Unidos es lo máximo. Ésa es la llamada tesis del excepcionalismo.
 
Los políticos no se atreven a cuestionar esa tesis. Se les antoja suicida mencionar los puestos tan bajos que ocupa Estados Unidos en los estudios que miden los distintos factores de desarrollo de los países.
 
Mitt Romney ciertamente comparte la idea de que Estados Unidos es el número uno en el mundo. Su problema es que le gustan las máscaras. Un día aparece con la de un hombre de negocios exitoso y eficiente; otro día con la de un gobernador republicano en un estado mayoritariamente demócrata capaz de negociar acuerdos con la oposición en beneficio de los habitantes de Massachusetts, y en ciertas ocasiones se pone la máscara de un republicano ultraconservador y reaccionario. Como me decía un amigo hindú: “Romney tiene más posiciones que el Kamasutra”.
 
Anoche fue Halloween. Se trata de una fiesta tradicional céltica que los irlandeses introdujeron en Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Es la víspera de Todos los Santos, las fechas en que los europeos recuerdan a los difuntos y se mezcla con una dosis de brujería y fantasmas. Los niños se disfrazan y van de puerta en puerta pidiendo caramelos y otras golosinas. Se no reciben sus dulces amenazan con gastarles una broma a los inquilinos de la casa. De ahí la expresión “trick-or-treat”.
 
Desde hace medio siglo, el trick-or-treat se ha comercializado mucho y se ha extendido a otros países. Entre los disfraces que uno puede comprar están las máscaras de los candidatos a la presidencia. Cabe señalar que desde 1996 se han venido monitoreando las ventas de dichas máscaras e invariablemente ha triunfado el candidato cuya máscara se ha vendido más. Al parecer, este Halloween la máscara de Obama se vendió mucho más que la de Romney. Quizás ésa sea la encuesta más fidedigna.
 
 

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