Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 20 de octubre de 2011

«Competitividad», violencia y educación- Comienzan la temporada electoral y los excesos

Competitividad, violencia y educación
Manuel Pérez Rocha
La competencia entre grupos o individuos siempre ha existido, obedece a múltiples causas y merece diversos juicios, pero ahora no es sólo una forma de relación social entre ciertos individuos, en determinados momentos o circunstancias, o peculiar de una actividad o un sector de la sociedad, es la pauta imperante en la economía, en la política, en el deporte, en la cultura, en las escuelas y en las universidades. Hoy, ser competitivo, esto es, capaz de competir con éxito venciendo a los rivales, es el ideal, la aspiración, el desiderátum universal; como parte del pensamiento único global no se concibe otro tipo de relación entre los seres humanos.
En años recientes se han creado instituciones públicas, organismos privados y programas impulsores de la competitividad, y se han elaborado instrumentos e índices para medirla. Una de las cuestiones por revisar es el concepto de competitividad empleado por organismos y analistas, pues el término se usa para todo y se equipara con los de productividad, eficiencia, buena calidad, prosperidad económica y otros que se refieren a metas incuestionables; al olvidarlos, confundiéndolos con la competitividad, se introduce a trasmano como esencial la competencia, cuando, sin duda, muchos se lograrían mejor con su opuesto: la cooperación (véanse los confusos índices de competitividad manejados por el Instituto Mexicano para la Competitividad).
Hoy toda confrontación se considera una competencia, con lo cual se contribuye a opacar y desfigurar las luchas legítimas con auténtico sentido y razón de ser. Es distinta la rivalidad entre dos mafias políticas por un botín, de la lucha que dan organizaciones civiles y políticas en busca de la justicia y la transformación social. La visión de la vida social como una suma necesaria y deseable de rivalidades pretende su justificación en el dogma económico según el cual sólo con la competencia se logra eficiencia y buena calidad, y en la concepción de los hombres como seres que únicamente piensan en sí mismos. La consideración de la competencia como algo necesario y de la competitividad como la mayor virtud pasa por alto el egoísmo radical implícito y la perversa concepción de los demás como contrincantes, como enemigos contra quienes es imperativo luchar (en las actividades productivas, en la política, en el deporte); las expresiones campañas agresivas de ventas, guerras de precios, campaña electoral, lucha por el poder, un juego con garra no son inocentes metáforas.
La exaltación de la competitividad pasa por alto el efecto que tiene este modo de conducta en el aumento de la agresividad y la violencia, fenómeno analizado en varias investigaciones. Un estudio experimental acerca de los efectos de los videojuegos, realizado en la Universidad de Brock (Ontario), llegó a esta notable conclusión: los juegos más competitivos provocaban niveles de conducta agresiva más elevados que los juegos menos competitivos, independientemente de su violencia. Por otra parte, la relación entre violencia y competencia deportiva es noticia habitual, ya no se diga entre competencia política y violencia. La competitividad se presenta como virtud personal, cuando en realidad significa la actitud enferma, arrogante, de quien basa la seguridad en sí mismo en sentirse superior a los demás.
La escuela tradicional, dominante, es el lugar donde se inicia el adoctrinamiento en la ideología de la competencia y la competitividad y uno de los espacios en los que la competencia está más institucionalizada: concursos, torneos, rankings, cuadros de honor, diplomas, medallas, primeros lugares, competencias deportivas, competencias entre maestros para obtener premios y apoyos, etcétera. Ahora se impulsa la competencia entre escuelas para obtener recursos con los cuales operar. No puede extrañar que la escuela sea un espacio de violencia física, verbal o simbólica entre estudiantes (es innecesario el término bullying) pues es común una violencia institucionalizada, orgánica: rigidez reglamentaria irracional, mecanismos de exclusión, autoritarismos, humillaciones, injusticias disfrazadas de meritocracia, incluso violación a elementales derechos humanos. Este tipo de escuela no es la solución a la bárbara delincuencia que agobia al país. Por el contrario, imponer políticas educativas y modelos de educación autoritarios y plagados de injusticias será factor de agravamiento de los problemas actuales. Es necesario apoyar la educación para ayudar a resolver problemas sociales, entre ellos el de la violencia y la criminalidad, pero esto implica una reforma simultánea que haga de la escuela un espacio de promoción de valores opuestos a la competencia y la competitividad, de otra forma se estará echando más gasolina al fuego.
La reforma a la escuela exige implantar como norma la cooperación, está probada su eficacia y eficiencia. Desde el siglo pasado, múltiples experiencias basadas en las propuestas pedagógicas de Francisco Ferrer Guardia, Célestin Freinet, John Dewey, Paulo Freire, entre muchos más (la bibliografía es amplísima), han mostrado que la colaboración genera mejor aprendizaje y desarrolla valores éticos, sociales y humanos en los estudiantes. Una experiencia probada, de alto valor pedagógico, en dirección opuesta a la competencia entre estudiantes, es la colaboración de los más avanzados con el aprendizaje de los menos avanzados.
Para que la escuela sea eficaz en el combate a la violencia debe empeñarse en una educación integral de los niños y los jóvenes, de modo que éstos tengan bases para formarse un proyecto de vida. Eric Fromm ha hecho ver que otra causa de las actitudes destructivas y agresivas es el aburrimiento, entendiendo por esto la ausencia de un sentido de vida. Una capacitación estrecha para competir por empleos, que no existen, sólo aumenta la frustración, el desencanto con la vida y las conductas violentas que tanto lamentamos.
Comienzan la temporada electoral y los excesos
Adolfo Sánchez Rebolledo
Lejos de los sueños ilustrados de hacer de la democracia una competencia entre visiones del mundo o, por lo menos, del país, nos despeñamos hacia el reino de la mercadotecnia, el golpe bajo y la glorificación de la imagen como punto de venta de la política. Ya el propio presidente del tribunal federal electoral adelantó una idea que promete: Creo que las elecciones deben ser belicosas, de confrontación; la ciudadanía debe estar informada plenamente de quiénes son y qué calidad tiene tal persona. ¿No es ésa la idea de fondo tras la llamada guerra sucia donde todo se vale en nombre, justamente, del derecho a la información de la inerme ciudadanía? Naturalmente que allí donde hay disputas reales la confrontación es y será dura, pues en definitiva tras el rostro de los candidatos asoman intereses diversos, proyectos y esperanzas distintas.
Lejos de los escenarios asépticos que sólo existen en la imaginación de algunos, la lucha electoral confronta fuerzas sociales que expresan aspiraciones legítimas y no, como se pretende, a figuras que aparecen como representantes simbólicos de diferencias sustantivas. El gran problema de nuestra vida política no es, por supuesto, la existencia de proyectos bien definidos en busca, digamos, de electores, es decir, de esa mayoría ciudadana que haga posible su realización, sino la evaporación de las cuestiones de fondo, su enmascaramiento, el énfasis en la inmediatez y el abandono del sentido de responsabilidad de los partidos y candidatos que únicamente entienden el hecho electoral como recurso para su autorreproducción.
Ojalá y los mismos que ahora se rompen las vestiduras contra las coaliciones de gobierno nos explicaran –sólo para el registro histórico– cuáles fueron y son los argumentos que permitieron primero al PRI gobernar con el apoyo del panismo y, luego, a los vencedores de la alternancia con sus deturpados enemigos priístas. Sin ese acuerdo, es decir, sin esa coalición de hecho, no hubiera sido viable la reforma del Estado con Salinas, es decir, ninguna de las transformaciones que, en efecto, modificaron la relación entre el Estado declinante de la Revolución Mexicana y la sociedad capitaneada por la iniciativa privada. Tampoco el Fobraproa o las concesiones que Fox hizo a los poderes fácticos. O la propia asunción de Calderón. ¿No es hora de que esos acuerdos se traduzcan en compromisos públicos, en normas verificables y no sólo en el capricho de los intereses más fuertes? La recomposición de los partidos a partir de planteamientos programáticos es –y lo será más en el futuro– una necesidad para el avance democrático del país. El viejo arreglo no da más de sí. Está en crisis.
Nos acostumbramos –por herencia del viejo presidencialismo– a eludir la discusión pública, la deliberación y a mirar con ojos desconfiados la proximidad del acuerdo cuando es necesario y posible, pero creció hasta la desmesura la idea de que la democracia es una suerte de tierra de nadie donde todo, cualquier método se vale con tal de ganar.
De palabra se condena la intransigencia, pero en la realidad –aunque los políticos negocian todo el tiempo– se gratifica el ruido, la disonancia mediática que confunde el debate con un recurso bélico, como define el presidente del tribunal. Esta esquizofrenia política es responsable de que en vez de la pugna entre propuestas distintas para solucionar los graves problemas del país, veamos una degradación de la competencia, convertida en intercambio de pullas que ocultan los intereses en juego. Esa política, centrada en la defensa a ultranza del partido (de la llamada clase política) oculta lo que en la práctica ha sido sustancial: la convergencia de objetivos entre fuerzas que aparentan estar en las antípodas, aunque al final sirvan a los mismos factores de poder.
Resulta lamentable que el gran debate entre el PRI y el PAN derive de unas declaraciones del Presidente a la prensa extranjera, cuya traducción se nos ofrece como respuesta suficiente. Ése es el nivel, como si no bastaran los temas controvertibles aquí y ahora, en el espacio cotidiano, esos mismos que los poderes mediáticos no destapan para no descobijar a sus favorecedores. En este caso, al parecer lo que importa es la imagen proyectada hacia afuera, el deseo de convencer a los del otro lado de quién es el bueno de la película, sin advertir el hartazgo de al menos una creciente corriente de ciudadanos con el juego como tal, el cual permite que el ex presidente Fox compare la situación que originó la creación de la Comisión para la Paz en Chiapas (Cocopa) con la realidad de violencia actual para justificar un alto al fuego pactado con las bandas criminales. Sabemos las limitaciones del señor Fox, pero es un ex presidente cuya gestión el PAN reivindica como legado inscrito en su propia oferta electoral. ¿No es hora de que los panistas nos digan lo que piensan al respecto?
Tal como van las cosas, no hay garantía de que la competencia por la Presidencia de la República se despliegue en un contexto de civilidad y respeto. Al contrario. Las maniobras de 2006 para descalificar a López Obrador como un peligro para México reaparecen incorporadas al arsenal de quienes se disponen a refrendar la hegemonía del bloque dominante. La autoridad del IFE en su calidad de árbitro está absolutamente mermada, y mortalmente herida, por la ofensiva calculada de los medios y el sector de los partidos que prefieren una institución dócil hacia sus intereses, una entidad administrativa para organizar los comicios y no una instancia autónoma del Estado, vigilante de la democracia. La omisión en el nombramiento de los consejeros expresa la crisis del régimen político que estará presente a lo largo del proceso electoral. La temporada apenas comienza y no todo está dicho. Veremos.
A Tere con emoción mis recuerdos.

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