Indignarse… sí. Pero también rebelarse
Autor: Marcos Chávez * |
Sección: Opinión
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Éste es el saqueo global, son tiempos de grandes despojos con las luces prendidas
Naomi Klein, Robo a plena luz del día.
Porque siento que la bronca me va ganando terreno/ y es allí donde me digo, si es que me gana qué haremos,/ ya somos muchos con bronca y se nos acaba el tiempo./ Habrá que ganar la vida, hacer la vida de nuevo./ Un puñado de mal paridos no puede ganarle a un pueblo
Argentino Luna
Los Indignados (todavía) no afirman que nadie más lo hará en su lugar, que ellos mismos tienen que ser el cambio que quieren ver. Ésta es la fatal debilidad de las recientes protestas: expresan una auténtica rabia incapaz de transformarse en un programa positivo de cambio sociopolítico. Expresan el espíritu de revuelta sin revolución
Slavoj Zizek, Ladrones del mundo, uníos.
El movimiento de los Indignados y los encabronados que como epidemia se ha extendido por diferentes zonas del planeta, del Norte de África a Europa, de Chile hasta 47 ciudades, por el momento, de la misma nación imperialista hegemónica del capitalismo, Estados Unidos, no sólo está más que justificado; es como una especie de viento fresco en un ambiente viciado por el hedor que se desprende desde las descompuestas entrañas de la globalización neoliberal capitalista. Aún con sus limitados alcances, los Indignados evidencian que la población no está irremediablemente derrotada: está dispuesta a luchar en contra de quienes los han agraviado.
Ante las soluciones impuestas por los grupos de poder al colapso neoliberal y la manera con que buscan restaurar la acumulación capitalista –que empobrecerán aún más a las mayorías–, los Indignados también tienen todo el derecho para enfrentar por cualquier medio a un enemigo común –que sólo se diferencia por sus matices nacionales– y para tratar de alcanzar por cualquier medio un mundo más justo, menos desigual y más democrático que genéticamente el capitalismo no puede ofrecer.
Las causas que motivaron el movimiento de los descontentos son legítimas. Unos han decidido rechazar el papel de permanentes derrotados por el sistema, que los convirtió en víctimas propiciatorias. Sobre todo desde la década de 1970, cuando los neoconservadores conquistaron el poder e iniciaron la destrucción del Estado de bienestar, sobre cuyas ruinas erigieron el autoritario y excluyente modelo económico de la globalización capitalista neoliberal.
Durante cuatro décadas soportaron con relativa pasividad esa forma de acumulación a escala mundial, bajo la hegemonía del capital financiero que descansó en una mayor desposesión de la clase asalariada y de los países coloniales, en la escasez de empleos formales y la degradación de los existentes, el recorte de las conquistas laborales, la caída de los salarios reales, la privatización de los servicios básicos y el deterioro de los públicos, la impunidad, la corrupción, el saqueo y el pillaje del Estado y las riquezas nacionales, que redundaron en la acelerada concentración de la fortuna y de la pobreza y la miseria de las mayorías.
Asimismo, han padecido los costos de los ciclos recesivos, las crisis financieras, de balanza de pagos y fiscales de los Estados, los programas monetaristas de ajuste y estabilización impuestos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. También han sufrido las bestiales fases especulativas de los bárbaros financieros que han hundido a un gran número de países en las peores catástrofes, toleradas y fomentadas por los gobiernos social-neoliberales y de derecha, así como los organismos multilaterales, que liberaron el espíritu salvaje de los mercados, se han convertido en sus simples gerentes y en cancerberos de la hegemonía y la acumulación financiera, y se han negado a restaurar las regulaciones para mejorar la estabilidad económica capitalista.
Ahora, a las mayorías, junto con los nuevos Indignados de los sectores medios que durante un tiempo se beneficiaron del espejismo neoliberal y cuyo mundo quedó sepultado entre los escombros sistémicos, se les hace pagar las cuentas de la hecatombe financiera global iniciada en 2007, la recesión mundial de 2009, las crisis fiscal y de deuda de los Estados aparecidas en 2010, asociadas al rescate de los malhechores financieros, responsables de los desastres y que siguen especulando con el crédito barato impuesto por los bancos centrales y los recursos públicos que recibieron para sanear a los intermediaros, y las políticas ortodoxas de ajuste de las finanzas públicas.
Aquellos, con la pérdida de sus empleos, el deterioro de sus salarios reales, su pobreza y su miseria, han pagado la factura del naufragio. Y ahora tendrán que solventar una cuota adicional con más impuestos, el despido masivo de empleados públicos, el recorte de salarios nominales, pensiones y otras prestaciones, la reducción del gasto público social y de inversión, la venta fraudulenta de empresas públicas, entre otras medidas de “saneamiento” fiscal que, inevitablemente, conducirán a una segunda recesión mundial y al estancamiento durante la mayor parte de la presente década.
Con esas políticas antisociales y su empeño por mantener artificialmente con vida al agonizante neoliberalismo ¿qué reacción esperaba el bloque dominante? ¿Acaso suponen que la parálisis provocada por el temor de la población ante un presente y un futuro incierto será eterna? ¿Piensan que los sacrificados de siempre aceptarán resignadamente, de generación en generación, el creciente empobrecimiento, la muerte por hambre, la degradación a la que han sido condenados; que los nuevos Indignadosconsentirán silenciosamente la pérdida de su estatus y bienestar para sumarse a la fila de los pobres, con tal de que se salve la oligarquía mafiosa y el sistema capitalista?
De momento, las elites dominantes pueden sentirse relativamente tranquilas por varios factores que trabajan a su favor, al menos durante algún tiempo, y que garantizarán el dominio de la clase capitalista sobre la asalariada:
a) El derrumbe del bloque socialista y la desaparición o reducción a la marginalidad de la mayoría de las organizaciones y movimientos que pugnaban por el cambio radical anticapitalista.
b) La defección de los socialdemócratas que antaño, bajo las reglas del sistema, pensaban reformar gradualmente al capitalismo y elevar el bienestar social de la población: desde el exmandatario de Francia, François Miterrand, y el presidente del gobierno españoly Felipe González, todos se transformaron en social-neoliberales.
c) La derrota, la destrucción, el sometimiento o la extinción de los organismos económicos de los trabajadores (sindicatos y demás).
d) La proliferación de grupos atomizados que defienden intereses específicos que no representan los del conjunto de los asalariados ni aspiran a la construcción de un proyecto político alternativo, y que a menudo son conservadores, pues no buscan subvertir al capitalismo, sino su aceptación dentro del sistema.
e) El triunfo pasajero de la ideología y de las formas de vida promocionadas por el neoliberalismo: el hiperindividualismo, la construcción de seres aislados, antisolidarios, despolitizados, convertidos en masas consumidoras, que han fragmentado la vida social y que, en esas condiciones, no representan un peligro para el sistema.
e) La emergencia de amplios sectores marginados, desorganizados, sin conciencia de clase, que sobreviven de cualquier manera. Parte de ellos son la expresión de la descomposición del tejido social y sólo les preocupan a las elites dominantes por la inseguridad que representan.
Salvo las revueltas africanas que han provocado el derrumbe de varios regímenes autócratas afines a las naciones metropolitanas, la desestabilización de otros y la modificación del mapa geopolítico regional, y que por desgracia no han trascendido a una cambio radical, pues sus déspotas han sido sustituidos por otros tiranos, bajo la supervisión estadunidense, inglesa y francesa, y los destructivos estallidos de Londres y Francia, testimonios de la rabia impotente de sus participantes, las movilizaciones de los Indignadosespañoles y griegos, de los estudiantes o chilenos que desafían al gobierno del derechista Sebastián Piñera, pese al amenazante fantasma del genocida Agusto Pinochet y sus engendros, o de los estadunidenses que asedian a Wall Street, la madriguera de los mayores gánsteres financieros globalizados, se han caracterizado por su pacifismo.
Aun así, las buenas almas conservadoras se han aterrorizado: condenan y descalifican lo que denominan como un “vandalismo irracional”, y exigen la mano dura para restablecer la paz de los sepulcros del decrépito y nauseabundo orden burgués.
Su sobresalto es compartido por los gobiernos de derecha e izquierda social-neoliberal “civilizada”. El derechista primer ministro británico, David Cameron, dijo que se sentía “impresionado con las terribles [e] injustificables escenas de gente saqueando, violencia, vandalismo y robos”, a las que calificó como la “cultura del miedo”, provocada por la “delincuencia pura y dura”, los jóvenes “de hogares disfuncionales” y los “miembros de bandas callejeras”, por lo que prometió “buscar, encontrar y procesar [a los responsables] para restablecer el orden en las calles”.
Edward Miliband, jefe de la oposición laborista, respaldó su decisión y lo urgió a dar con los facinerosos para imponerles el “castigo que merecen y que el pueblo espera”, aunque, cínicamente indulgente, como atañe a alguien cuyo “corazón late a la izquierda”, recomendó no olvidar la responsabilidad de la clase política ante los jóvenes, porque “no podemos permitirnos perderlos”. Por azares de la vida, el laborista es hijo del teórico marxista Ralph Miliband, fallecido en 1994, considerado de la misma talla de otros intelectuales marxistas anglosajones como Edward P Thompson, Eric Hobsbawm y Perry Anderson. Pero no se le puede responsabilizar del flemático troglodita que procreó.
El actual primer ministro de Grecia, Georgios Andreas Papandreu, es un virtuoso ejemplo de un social-neoliberal que no se ha visto remiso en su intento por restablecer el orden alterado por los Indignados. Es un aventajado en demoler a toletazos los huesos de quienes se oponen a que el pueblo heleno sea inmolado ante el dios capital financiero sediento de ganancias y de sangre popular, a los que rechazan las genocidas políticas ortodoxas de ajuste económico y de austeridad fiscal impuestas por la troika neoliberal: la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI.
Grecia se volvió un paradigma del envilecimiento de su gobierno y del sadismo al que puede llegar la internacional neoliberal para destruir a una nación y humillar a un pueblo, con tal de asegurar que paguen hasta el último euro que se les debe a los usureros bancarios. Georgios es hijo de Andreas Papandreu (murió en 1966), socialista que luchó contra la dictadura militar griega, conoció sus cárceles y el exilio. Obviamente, tampoco es fiador de su vástago.
Para enfrentar el naufragio sistémico, las elites mundiales desecharon la democracia formal, la política que supuestamente busca gobernar o dirigir la acción del Estado a favor del bien común –si es que a estas alturas algún ingenuo se traga la farsa de que así funciona el capitalismo–, basado en el consenso, la inclusión, la conciliación de los intereses sociales, heterogéneos, antagónicos, conflictivos, necesarios para asegurar la estabilidad política. Optaron por el autoritarismo y la subversión de las leyes, en provecho de los conglomerados económico-financieros. Cerraron las puertas institucionales a los Indignados para que puedan defender sus intereses, lo que acabó con lo que restaba de la desgastada legitimidad del sistema y ensanchó el abismo existente entre las llamadas “sociedad civil” y “política”.
Las respuestas han sido las palizas, la cárcel, el asesinato y el recortar los derechos civiles. Sustituyeron la negociación por la dialéctica del amigo-enemigo, de acuerdo con la doctrina de Carl Schmitt, ideólogo de los nazis.
La indignación es la expresión subjetiva de la población descontenta ante sus condiciones objetivas adversas. Es una manifestación de la lucha de clases. Pero la movilización no es suficiente para modificar el status quo. Sobre todo si se limita a exigir un cambio a los que se oponen al mismo. Dice el filósofo esloveno Slavoj Zizek: “Desde un punto de vista revolucionario, el problema de los disturbios no es la violencia como tal, sino el hecho de que la violencia no sea realmente autoasertiva”. Para evitar el fracaso, ser “el espíritu de revuelta sin revolución”, los Indignados tienen que entender que “nadie más hará [el cambio] en su lugar, que ellos mismos tienen que ser el cambio que quieren ver. [Las] Protestas [tienen que] transformarse en un programa positivo de cambio sociopolítico”. La reorganización social exige un proyecto de cambio y un “organismo fuerte, capaz de tomar decisiones rápidas y ponerlas en práctica con todo el rigor necesario”.
*Economista
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