Cielos de Chiapas
Hermann Bellinghausen
Los espectáculos de las nubes en Chiapas no tienen igual. Las formas sugerentes, fantásticas, monumentales y caprichosas pueden llenar por horas y kilómetros la mitad superior del mundo, reflejándose en ríos y lagunas de la selva Lacandona o los valles centrales, incluso en la tristona devastación por agua de las tres brutales represas del río Grijalva, así como en las playas y los manglares del Pacífico, o en las crestas del Soconusco, donde la distancia no parece terminar. Así que si una tarde acaso topas por ejemplo en un semáforo de Tuxtla Gutiérrez con la esquina que forman la avenida Vicente Fox y una planta gigantesca de Coca Cola, donde bullen de rojos tráileres con amenazante doble remolque, y te tienes que tragar el recuerdo de esa página fea de nuestra Historia Nacional en la que un presidente fue empleado por la refresquera para consolidar su emporio, por qué mejor no alzas lo ojos y ves lo que también está ahí, pero que en las ciudades se olvida.
En cuántos lugares por las cañadas de Ocosingo y Las Margaritas, el valle de Santo Domingo o sobre la Sierra Madre las nubes alcanzan vasto volumen y adoptan formas fantásticas sin límite, insospechadas, archipiélagos deslumbrantes, continentes, majadas, dispersos especímenes de zoología fantástica. Las poderosas sierras Livingston, La Colmena o Norte lucen predecibles y reducidas bajo el embate, más leve que aleve, de las nubes y las constelaciones. Hace ya una cantidad de años que para contarlos necesitaría duplicar la totalidad de mis dedos, cuando comencé a quedarme en las riberas del Tulijá y nadé ríos de esmeralda por primera vez (antes del Jataté, el Lacantún, el Tzaconejá, el Bascán, el Tzendales), supe la ventura y desventura que es perderse en el verdor rugiente de sus lodos y descubrir la belleza del mundo. Ya por entonces nada me causaba escalofríos de azoro tan intensos y por lo visto inolvidables como las nubes de formas humanas, bestiales, oníricas, y el azul que atravesaban suspendidas en cualquier dirección.
La zona de trabajo en el templo XX, ubicado en el área sur de Palenque, se encuentra techada con láminas para permitir que continúen las excavaciones aun bajo las lluvias veraniegasFoto Yazmín Ortega Cortés
Pero qué decir de las inmediaciones del océano: los manglares de La Encrucijada, el estero de Boca del Cielo, la quietud exasperante del Mar Muerto y su Paredón, inmensidad y espejo equiparables al ulular del Usumacinta con todos sus ríos madres y padres, sus nervaduras, las lagunas sin rubor de Nahá, Montebello, Sibal, Ojos Azules, Suspiro, Miramar, Metzabok, capaces de capturar en su pupila marejadas de nubes enteras en un arrullo monumental que aunque ya no lo sea, parece intacto. O los arcoiris vibrantes, que cuando les da por asomar hasta exageran.
Sirva de coda la estela estática de un satélite artificial que finge caer y se aleja, se aleja lento, congelado, siguiendo su órbita alrededor de la nuestra. Mira, allá van Internet, los GPS, las señales de televisión y otras cosas que consideramos importantes. Una estría congelada nada más, una uña desprendida, no de dios, sino de Cabo Cañaveral. Para satélites, qué mejor que las noches de luna (el satélite original) allá por los Altos tzotziles, frías y espesas, coronadas de anillos y diademas que dejó la lluvia para que no te acuerdes de olvidar.
Quizá no debiera extrañar que, sin tradición antigua en la materia, bajo estos cielos Chiapas se haya convertido en tierra de poetas. En todo caso, no se me ocurre mejor explicación.
Los antiguos mayas eran astrónomos. Los modernos resultaron intergálacticos. Cuántas veces bajo estos cielos, cuántas vidas se juntaron a cavilar sobre su liberación. Cuántos siglos cuántas muertes ensangrentaron la tierra de los indios, lo mismo en días claros y en tormentas. Estos o muy parecidos cielos han cubierto siempre –impasibles, distantes, monumentales– los dramáticos destinos de los hombres de maíz. Qué si no la milpa da la cara al cielo mientras madura al fruto primordial de la tierra en toda su estatura.
Palenque y el tiempo
César Moheno
En 1999 fue localizada la habitación abovedada a la que finalmente pudieron acceder los arqueólogos el martes pasado. En ese entonces, a través de un orificio de 10 centímetros, los expertos tomaron una fotografía de una de las figuras del mural, que se observa en la imagen, al lado de la recreación que elaboró la arqueóloga Merle Green. La imagen que se muestra fue tomada del libro La Reina Roja, una tumba real en Palenque, de Arnoldo González Cruz
Para José María Pérez Gay,
sabio generoso
sabio generoso
Dentro de esa gran área geográfica y cultural que hoy conocemos como Mesoamérica creció el mundo maya como un sofisticado universo cultural. Construida por siglos, la sabiduría de los mayas creó un sistema de representaciones inconfundible que elaboró excelentes piezas de joyería, escultura y alfarería; que convirtió el comercio en una extensa práctica cotidiana; que realizó observaciones astronómicas; que inventó un sistema calendárico muy preciso, y que además levantó maravillosas obras de arquitectura.
Los espacios creados por los mayas conmueven. El ritmo de sus elementos canta a la luz, a la sombra, a la selva, a la memoria. La arquitectura alcanza las formas tutelares de la vida.
El espacio de piedra de los mayas aspira a competir con la ceiba, el cedro y la caoba. Su perfecta factura alcanza la maestría. Los frutos de tal sabiduría nos hablan de un pueblo que le echa un lazo al azar: domina sus aristas, controla sus tropiezos, maneja sus incertidumbres.
La vida cotidiana de los mayas estaba atada a lo sagrado. Los rumbos de los vientos, los colores, las plantas, los animales, todo estaba cargado de un sentido que regía cada instante de la existencia.
El prodigio arquitectónico de los arcos, de las cresterías, de los elementos decorativos de las ciudades sagradas en medio de la selva, está hecho para asombrar a todo hombre o mujer que pise sus calzadas y sus plazas.
La majestuosidad de sus edificios y sus templos nos recuerda que el tiempo envuelve a todos los seres en su manto de doble signo. Las cresterías que pretenden alcanzar el cielo, el dominio del espacio cubierto sobre el macizo de los muros, la decoración modelada en estuco, la creación de altares y estelas con inscripciones jeroglíficas, son los elementos con que la arquitectura compite con la exuberancia de lo que fue su entorno.
Los mayas transformaron el espacio de la selva para poder contemplar el firmamento y, bajo su signo, tener fe en la construcción de su destino. Tal fue la forma de elevar la voz para tejer, con la piedra, con el color y con la luz, el canto de la construcción de Palenque.
En numerosas ocasiones, el laborioso proceso de apertura tuvo que ser suspendido ante el riesgo de un derrumbe
Foto Yazmín Ortega Cortes
Aquí, los hombres de la selva encontraron una forma inteligente de volverla mujer benefactora. Así surgió el Templo de las Inscripciones, el Palacio, el Templo del Sol, los edificios de la Cruz, de la Cruz Foliada, del Bello Relieve. Todos ellos están hechos para engrandecer al hombre, y los relieves, tumbas y esculturas, para glorificarlo. La búsqueda de una escala humana en toda su arquitectura da a los edificios un carácter que acerca a los hombres con sus dioses.
En la organización de Palenque se mantiene una planeación que se relaciona no sólo con lo cotidiano, sino que obedece, en su orientación y su distribución, al conocimiento de la bóveda celeste y a los recurrentes caprichos de la naturaleza. En esta arquitectura destaca de manera notable un elemento único en Mesoamérica: el arco falso.
En Palenque la creatividad escultórica obró en fachadas de estuco, muros, frisos y cresterías. Los recintos interiores fueron adornados con tableros y lápidas de piedra que representan animadas formas humanas. En todo el arte palencano se armoniza prodigiosamente el universo y la historia grabados en escultura jeroglífica.
Con este inmenso juego del tiempo y la memoria, buscando con permanente afán a la divinidad, los mayas de Palenque crearon una señera arquitectura. En ella se combinan los espacios para encontrar la soledad que busca conocer los misterios del cielo y los espacios para vivir, a un tiempo, el temor y la alegría de la religión y el mito.
El hombre maya de Palenque dejó los volúmenes claros. Creó un horizonte en medio de la selva. Dio nido a la penumbra, movimiento al color. Descifró el lenguaje de los cuatro elementos esenciales de la naturaleza y ya en escultura, en volumen o en palabras, nos hizo ver el alma de las cosas supremas. En Palenque se encuentra, aún hoy, la forma sublime de alargar los ocasos para alcanzar el Sol.
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