Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

lunes, 3 de octubre de 2011

2 DE OCTUBRE PRESENTE, - Crímenes de odio

Gran número de policías vigiló el 43 aniversario de la matanza de estudiantes en Tlatelolco
Cesar la represión a líderes sociales y la militarización, exigen al recordar el 68
El clima de violencia extrema que se enfrenta tiene raíces geopolíticas y financieras: Álvarez Garín
Foto
El contingente que participó en la marcha por el 43 aniversario de la matanza de estudiantes partió de Tlatelolco y concluyó su caminata en el Zócalo de la ciudad de México
Foto Jesús Villaseca
José Antonio Román y Jaime Whaley
Periódico La Jornada
Lunes 3 de octubre de 2011, p. 14
En la conmemoración del 43 aniversario de la matanza de Tlatelolco, miles de jóvenes, principalmente estudiantes de bachillerato y de las escuelas normales rurales, junto con representantes de diversas organizaciones civiles, sindicatos y de derechos humanos, marcharon desde la Plaza de las Tres Culturas hasta el Zócalo capitalino.
La manifestación, que de principio a fin estuvo fuertemente custodiada por elementos de las distintas corporaciones policiacas del Distrito Federal –casi todos desarmados–, exigió castigo a los responsables de la masacre de 1968, alto a la militarización del país, mayores recursos económicos a la educación y alto a represión hacia los líderes sociales.
Poco antes de las 16 horas, las calles aledañas a la Plaza de las Tres Culturas fueron insuficientes para recibir a los contingentes. Tan sólo de las normales rurales, provenientes de Morelos, Hidalgo y Michoacán, sobre todo, llegaron cientos de estudiantes en una veintena de autobuses, todos llenos.
La aglomeración de los manifestantes propició, por cuestiones de seguridad, que la marcha se iniciara casi 20 minutos antes de lo programado. En la vanguardia, algunos de los líderes históricos del movimiento estudiantil, encabezados por Raúl Álvarez Garín, e integrantes de la Coordinación de Organizaciones Estudiantiles. Atrás de ellos un autobús del Movimiento Proletario Independiente (MPI) con media docena de altavoces en el techo.
Ya en la plancha del Zócalo, cuando el reloj de la Catedral marcó las 18 horas, los miles de asistentes, muchos con el puño izquierdo en alto, y otros con la V de la victoria formada con los dedos, guardaron un minuto de silencio por los caídos en las luchas sociales.
El recorrido fue lento. Eje Central y Cinco de Mayo fueron las avenidas recorridas. Desde el inicio, en las banquetas y desde las azoteas, otros cientos, quizá miles, presenciaron el paso de la marcha, cuya retaguardia fue resguardada por media docena de vehículos policiacos, Protección Civil y ambulancias.
El Palacio de Correos y su vecino, el recinto principal del Banco de México, fueron amurallados. Sus fachadas fueron protegidas por un grueso valladar metálico que rebasaba los 3 metros de altura. Ya sobre Cinco de Mayo, otros edificios públicos y de instituciones bancarias fueron igualmente cubiertos, para evitar daños y pintas.
La valla policiaca, con sus escudos de acrílico, que tuvo presencia desde una cuadra antes del paso a desnivel del Eje Central y la prolongación de Reforma, se interrumpió apenas dando vuelta en Cinco de Mayo, pero rápidamente un contingente de granaderos emprendió a paso veloz la marcha para vigilar los tramos cercanos al Zócalo, siempre desde las banquetas. Nunca entraron en contacto con los manifestantes. Arriba, un helicóptero de la policía circundó la zona durante las dos horas de la marcha.
Rosario Ibarra de Piedra, luchadora social, no marchó. Esta vez se apostó sobre la banqueta en Cinco de Mayo, con una pancarta con la consigna que la ha acompañado desde hace casi cuatro décadas, cuando su hijo Jesús fue desaparecido. A los desaparecidos, vivos se los llevaron, vivos los queremos, se leía en la manta enmarcada con los rostros de algunas de las víctimas, desplegada al paso de la marcha.
La entrada de la vanguardia al Zócalo ocurrió diez minutos después de las 17 horas. Al frente se colocó Mirtocleya González, abanderada del 68 y hoy profesora del Instituto Politécnico Nacional (IPN), llevando nuevamente la bandera nacional.
A diferencia de otros aniversarios, ayer no hubo templete. A ras de piso, con el autobús del MPI como fondo, y dando la espalda a Palacio Nacional, los oradores hicieron uso de la palabra. Álvarez Garín fue el primero que tomó el micrófono. Improvisó. Dejó de lado el discurso que tenía en la mano derecha. Y expresó, entre otros puntos, alto a la guerra contra el pueblo. La llamada guerra contra la droga tiene una característica política, y enseguida cuestionó: “¿A qué narco se le ocurre ir a ametrallar el consulado de Estados Unidos? ¿A qué narco se le ocurre ir a ametrallar un estadio de futbol? ¿A qué narco se le ocurre incendiar un casino?”
Álvarez Garín aseguró que este aniversario tiene un significado muy grandes en la vida nacional, pues estamos viviendo un clima de violencia extrema. Sus causas, añadió, son económicas, comerciales, financieras, geopolíticas y militares, reconocidas y semejantes a muchos otros países, todos víctimas de las políticas neoliberales.
Así, dijo, hay problemas muy similares en los países árabes, de América Latina y en otras regiones. Citó los temas de la paz, de los derechos humanos, del progreso, del hambre, del desarrollo, de las políticas públicas frente a la migración y hasta los temas globales de recursos naturales y cambio climático.
Actualidad del 2 de octubre
Ayer, a 43 años de perpetrada la masacre de Tlatelolco por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, miles de personas se dieron cita para conmemorar aquel crimen del poder público y repudiar, en esta ocasión, la creciente militarización de la vida pública en el país, la ausencia de presupuestos adecuados para la educación y la represión contra dirigentes sociales.
A más de cuatro décadas del 2 de octubre de 1968 muchas cosas han cambiado, para bien y para mal, en el país, y la gesta estudiantil de aquel año fue sin duda decisiva para impulsar los procesos de democratización que se desarrollaron en las décadas siguientes en el terreno político. Lo que no ha cambiado es el intolerable margen de impunidad del que disfrutan los servidores públicos de aquel entonces y de hoy.
Después de 43 años no se ha hecho justicia a las víctimas de la masacre de Tlatelolco y ninguno de los funcionarios públicos responsables de aquella atrocidad ha sido sancionado, como no lo fueron los autores intelectuales de la guerra sucia emprendida por el gobierno federal en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Permanecen impunes, asimismo, los cientos de asesinatos políticos perpetrados en la administración de Carlos Salinas, las masacres campesinas operadas en el sexenio de Ernesto Zedillo y los responsables de los excesos represivos y la brutalidad policial con que las autoridades reprimieron, en la administración federal siguiente, los movimientos sindicales y populares de Lázaro Cárdenas, San Salvador Atenco y Oaxaca.
En esa progresión, en el gobierno actual la prevalencia de la impunidad, tanto la de los delincuentes comunes como la de los funcionarios públicos relacionados con violaciones graves a los derechos humanos, ha llegado a niveles escandalosos de alrededor de 90 por ciento, de acuerdo con cifras oficiales.
En estas circunstancias, la consigna No se olvida no es una mera exigencia histórica, sino condición para el cumplimiento de una exigencia irrealizada: Nunca más. Aunque hoy en día no parezca probable que desde alguna una instancia del poder público se dé la orden de fuego contra una multitud que protesta en una plaza pública, la mortandad causada en estos años por la confrontación entre la criminalidad organizada y las fuerzas policiales y militares es muchísimo mayor que la totalidad de las bajas causadas por la represión en 1968, y los muertos de hoy no son únicamente delincuentes que se matan entre ellos, como pretende el discurso oficial, sino en buena medida personas inocentes, víctimas del accionar de los criminales, de arbitrariedades de la fuerza pública o bajas colaterales que se cruzan en el camino de las balas.
La sociedad no puede esperar de los delincuentes un comportamiento ético, pero sí le corresponde exigir a las autoridades que se atengan al marco legal en sus acciones antidelictivas y se comprometan en el irrestricto respeto a los derechos humanos y las garantías individuales y, sobre todo, que dejen de actuar, en todos los ámbitos, como actuó el régimen diazordacista en Tlatelolco en aquella aciaga tarde del 2 de octubre de 1968: con la consideración de que era válido sacrificar vidas humanas en función de un interés de Estado.
Desde el Otro Lado
Crímenes de odio
Arturo Balderas Rodríguez
Marcelo Lucero era un ecuatoriano cuyo único delito era el color oscuro de su piel. La noche del 8 de noviembre de 2008 fue golpeado brutalmente por un grupo de al menos siete mozalbetes que buscaban a cualquier persona que pareciera mexicana para darle una lección por tener la osadía de caminar por las calles de su comunidad. Marcelo murió a consecuencia de la paliza que le propinaron y las heridas que uno le infligió con un puñal. Como suele suceder con estas atrocidades, no faltaron quienes consideraran que era uno más de los pleitos que suelen suceder entre jóvenes pertenecientes a diversas pandillas, dando por hecho que Marcelo formaba parte de una. No fue así. Pronto se supo que Marcelo, de 37 años, había llegado a EU hacía 17 años y desde entonces trabajaba incansablemente para enviar dinero a su madre, que vive en Ecuador. No pertenecía a ningún grupo o pandilla, y la noche que fue atacado se dirigía a su casa, como habitualmente lo hacía después de sus labores.
Las terribles condiciones en que ocurrió su muerte conmovieron a esta comunidad, situada a hora y media de Nueva York. En las reuniones que sus habitantes tuvieron para conocer y discutir sus causas, expresaron su incredulidad por el hecho de que un crimen de odio hubiera sucedido en su vecindario. Nadie daba crédito de que la intolerancia, la discriminación y el racismo pudieran tener cabida en su comunidad.
La semana pasada se exhibió en varias ciudades estadunidenses el documental Not in my town (No en mi pueblo), en el cual se narran los sucesos de esa noche y sus secuelas en las posteriores. Los testimonios de los habitantes de Patchoge dan cuenta de lo que por lo visto muchos sabían, pero por diversas razones callaban. El ataque en contra de Marcelo fue sólo uno más de los incontables perpetrados por estos jóvenes, principalmente en contra de migrantes de origen latino. Para estos delincuentes salir, por lo menos una vez a la semana, a “cazar hispanos” se había convertido en un rito. Quienes eran sujetos de esos ataques callaban por temor de acudir a la policía y ser deportados o porque la policía no actuaba para castigar a los culpables. De esa forma se había formado una conspiración del silencio, entre víctimas y victimarios, en la que aquellos vivían con el temor de ser el próximo en recibir una paliza.
Patrice O’Neill, directora del documental, comentó que en EU se cometieron más de 200 mil agresiones de odio tan sólo el año pasado. La intolerancia, agrega, es común, particularmente en contra de quienes vienen del sur del río Bravo. La retórica antimigrante en los medios es en parte responsable de esos hechos y eso, desafortunadamente, no cambiará mucho, incluso con una reforma migratoria.

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