Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

sábado, 15 de octubre de 2011

Cheney y Pinochet, unidos por la eternidad- Dinero sucio, narco y terrorismo, la nueva triada de EU-

'Indignados' en México piden fin a la violencia

Los manifestantes se instalaron a partir del mediodía en la plaza del Monumento a la Revolución con tiendas de campaña.

Afp
Publicado: 15/10/2011 15:10

México, DF. Unos 400 manifestantes, en su mayoría jóvenes, se reunieron este sábado en una plaza de la capital mexicana en respuesta al llamado mundial de los 'indignados' para hacer distintos reclamos, entre ellos el de poner fin a la violencia ligada al narcotráfico en México.

Los manifestantes se instalaron a partir del mediodía en la plaza del Monumento a la Revolución, donde armaron tiendas de campaña y colocaron un micrófono abierto para plantear sus consignas, que eran acompañadas con tambores.

"Debemos unirnos los jóvenes, utilizar las redes sociales para hacer una nueva revolución, construir una nueva democracia en la que ya no haya violencia ni desigualdades", dijo una joven estudiante que tomó el micrófono.

Algunos llevaban el rostro cubierto con la máscara del movimiento Anonymous y portaban pancartas con distintos reclamos, como "¡Alto a la violencia!", "Queremos escuelas y hospitales, no más militares", "Ni izquierda ni derecha, somos indignados" o "Necesitamos una nueva revolución".

Los jóvenes preparaban movilizaciones de pequeños grupos hacia distintos puntos de la capital mexicana, como la sede de la embajada de Estados Unidos y la Bolsa Mexicana de Valores.

México es azotado por una ola de violencia ligada al tráfico de drogas que deja cerca de 45 mil muertos, según cifras oficiales y recuentos de la prensa local.

Dinero sucio, narco y terrorismo, la nueva triada de EU

Obama. Teorías conspiratorias. Foto: AP
Obama. Teorías conspiratorias.
Foto: AP
MÉXICO, D.F. (apro).- ¿Qué quiere Estados Unidos de México? ¿Qué pretende cuando desde principios de año, enero para ser más exactos, empezó con declaraciones sobre el cártel de Los Zetas y Al Qaeda?
Primero fue Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Interna de Estados Unidos, quien dijo que sospechaban que Al Qaeda recurriría a uno de los cárteles mexicanos más violentos, como Los Zetas, para alentar actos terroristas en la Unión Americana.
Después, el 15 de febrero pasado, en las oficinas centrales del Instituto Nacional de Migración (INM), otros actores, entre ellos el Mossad, de la inteligencia israelí; la CIA, agencia estadunidense, y elementos de la Policía Ministerial mexicana llevaron a cabo un silencioso operativo en busca de una lista de ciudadanos iraquíes, cubanos y chinos que pudieron haber ingresado a México.
Luego, en mayo pasado, el gobierno mexicano dio de baja del INM a delgados asignados sobre la ruta de los migrantes.
En agosto, Estados Unidos decidió sustituir a su embajador en México, Carlos Pascual, especialista en “Estados fallidos”, por Anthony Wayne, hasta ese momento funcionario número dos de la embajada estadunidense en Afganistán y, antes, embajador en Argentina, nación donde el narco mexicano ha sentado sus reales, y no sólo para establecer laboratorios clandestinos de drogas sintéticas, sino un sitio en donde gusta de lavar dinero.
Ahora, el gobierno de Barack Obama anuncia que, gracias a la DEA, su agencia antidrogas, pudo conjurar un complot para asesinar al embajador de Arabia Saudita en Estados Unidos.
La maraña se pudo destejer gracias a que un infiltrado de la DEA se hizo pasar por sicario de Los Zetas, y –suertudo el hombre– fue contactado por ciudadanos iraníes, quienes lo contrataron “en México” para llevar a cabo el asesinato del diplomático saudita.
Esta historia es poco clara, inverosímil, pero hoy ha sido el pretexto perfecto para que legisladores republicanos pidan a México que piense muy bien sus relaciones con Irán.
El gobierno de Obama reveló que hubo tres encuentros entre los iraníes y el supuesto integrante de Los Zetas. Todos en México. Por su parte, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) destacó que el 28 de septiembre pasado detectó el intento de ingreso del iraní a México, lo reportó a Estados Unidos y éste fue detenido, gracias a lo cual se pudo conjurar el atentado.
Aquí alguien miente. Washington dice que hubo tres reuniones en México, el gobierno mexicano dice que ingresó una sola vez. Lo único cierto es que, desde 2001, los estadunidenses han vigilado de cerca de México ante probables ingresos de terroristas al país con miras a realizar actos en la Unión Americana.
Sin embargo, nunca como este año ha habido tantas declaraciones y movimientos de agencias extranjeras –Mossad, DEA y CIA, entre otros– en el país para buscar a ciudadanos de Irán y vincularlos con posibles actos terroristas y el cártel de Los Zetas.
Y mientras el embajador Wayne visita ciudades fronterizas, su país alerta del peligro que puede significar para Estados Unidos el lavado de dinero de los cárteles mexicanos y colombianos.
Así como Wayne es especialista en terrorismo, quien emitió la alerta sobre el lavado de dinero es otro especialista en el tema, Daniel Glaser, el secretario del Tesoro Adjunto para el Terrorismo.
Dijo que el dinero que lavan los cárteles de la droga “se mueve a través de nuestras fronteras y circula en nuestros sistemas financieros”, y que ello implica una amenaza que “se mantiene como el principal reto para la integración financiera en la región”.
Señala que se lavan aproximadamente 39 mil millones de dólares. Otras fuentes establecen 40 mil millones de dólares de lavado en México, y aquí la pregunta es ¿cuánto se lava en Estados Unidos? ¿Cuánto del dinero que circula en su bolsa de valores, en los grandes y pequeños bancos, sostiene su sistema bancario?, porque ha sido el banco de Estados Unidos, el Wichita, en donde se han detectado grandes flujos de dinero del narcotráfico.
¿Dinero sucio, narcotráfico y terrorismo es la triada que ahora utiliza Estados Unidos para someter a México? Sólo es una pregunta porque no creo que sea una coincidencia que uno de los lugares en donde estuvo Wayne, el nuevo embajador en México, se haya convertido justamente en el lugar preferido de algunos cárteles mexicanos para lavar dinero.
Tampoco resulta casual que el hombre haya estado en Afganistán, la cuna del terrorismo de Al Qaeda. Pero sí resulta extraño que Irán, un país al que Estados Unidos ha tenido en la mira, como lo hizo mucho tiempo antes con Irak, lo quiera vincular con México, el narcotráfico y el terrorismo.
Las declaraciones y acciones de los estadunidense en México y sobre México van en la misma ruta desde hace unos diez meses: Irán. Por eso la pregunta de ¿qué es lo que pretenden con México? Sólo esperamos que Felipe Calderón, como uno de sus últimos actos, no rompa relaciones con Irán como lo sugieren algunos congresistas estadunidense. Que no termine de echar por la borda la política exterior mexicana haciéndole caso al vecino país del norte.
Por lo pronto de algo sí se puede estar seguro: las agencias extranjeras que tienen a países como Irán entre sus principales enemigos trabajan sigilosamente en México, y de ello dio constancia la revista Proceso en varios de sus números de este año.
Comentarios: mjcervantes@proceso.com.mx

Cheney y Pinochet, unidos por la eternidad

El exvicepresidente Dick Cheney en el programa de noticias de CBS “Face the Nation”. Foto: AP
El exvicepresidente Dick Cheney en el programa de noticias de CBS “Face the Nation”.
Foto: AP
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Dick Cheney tiene miedo de que lo vayan a pinochetear.
No es invento mío, ni la noticia ni tampoco el vocablo tan extraño, aún más peregrino en inglés que en castellano. Al que se le ocurrió retorcer el nombre del exdictador chileno para convertirlo en verbo soez fue nada menos que al coronel Lawrence Wilkerson, quien ejerciera de jefe de gabinete de Colin Powell, y utilizó esa palabra para sugerir que Cheney teme que, como a Pinochet, lo sometan a un juicio en el extranjero por crímenes contra la humanidad.
En efecto, desde que Pinochet fue detenido en Londres en 1988, pasando el siguiente año y medio luchando contra su extradición a España para ser juzgado como responsable de torturas durante su régimen, a partir de que la Cámara de los Lores determinó que era válido procesar a un jefe de Estado por violaciones de derechos humanos en un país diferente de aquel donde los abusos habían sido cometidos, el espectro de esa decisión y aquel destino ha rondado a gobernantes y exmandatarios del mundo entero.
Lo que aterroriza al vicepresidente de Bush (y debería aterrorizar al mismo Bush también) es que cierta mañana, al encontrarse sorbiendo un café au lait en París o paseándose por el Támesis o examinando el Guernica de Picasso en el Museo Reina Sofía de Madrid (¿reconocerá la devastación de Irak en aquel cuadro?), de pronto sienta que alguien le toca el hombro y lo invite a que lo acompañe a la estación de policía más cercana; en forma muy amable, por cierto, puesto que no lo van a golpear ni menos a enviar secretamente a experimentar las delicias de un sótano, digamos, en Corea del Norte. Jamás a nadie se le ocurriría someterlo a la tortura del agua (waterboarding) en Guantánamo para forzarlo a confesar; nadie le susurrará en la oreja: “Si no tienes nada que esconder, nada tienes que temer”. Y cuando, como corresponde, le hayan tomado las huellas digitales, habrán de llevar a Cheney ante un magistrado para que sea informado de que, conforme a la ley internacional, se le imputa haber propiciado actos de tortura, una actividad condenada por un convenio internacional que Estados Unidos ratificó en 1994. Y después tendrá la oportunidad –que no obtuvieron sus presuntas víctimas– de defenderse con abogados, amén de poder examinar y refutar a sus acusadores.
Es cierto que el exvicepresidente puede evitar tan desagradables experiencias quedándose dentro de las fronteras de su propio país, sin aventurarse al extranjero, salvo tal vez una visita turística a Bahrein o a Yemen, naciones que no han ratificado los tratados que sancionan la tortura. Lo que Cheney no podrá evitar, sin embargo, es la vergüenza y deshonra universal de ser contaminado por la palabra “Pinochet”.
Una infamia que, desafortunadamente, también infecta al país donde Cheney nació y que ahora le da refugio y le ofrece impunidad.
Al rechazar toda investigación, y más aún el procesamiento, de miembros del gobierno de Bush inculpados de crímenes contra la humanidad, Estados Unidos le está diciendo al mundo que no obedece los pactos que ha firmado ni sus propias leyes domésticas. Está declarando que alguno de sus ciudadanos, los más influyentes entre ellos, están más allá del alcance de la ley. Y se une a un grupo de naciones delincuentes que en forma rutinaria torturan y humillan a sus prisioneros, negándoles el hábeas corpus.
Es difícil exagerar cuánto daña esto a la patria de Lincoln, cuánto la desprestigia convertirse en un país que tira por la ventana miles de años de progreso en la lucha por definir lo que significa ser humano, lo que significa tener derechos por la mera circunstancia de ser humano. Un país que desprecia la Magna Carta y destruye el legado establecido por los forjadores de la Independencia estadunidense, y que además viola la Carta de las Naciones Unidas que Estados Unidos mismo ayudó a forjar después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el clamor “¡Nunca más!” se oyó en todo el planeta malherido. Un país que aplaude el juicio a Mubarak en Egipto y deplora las cámaras de tortura de Libia y se aflige por las masacres en Siria, pero que no está dispuesto a pedirle cuentas a su propia élite.
Claro que hay una manera de contrarrestar este estigma y, de paso, determinar si Cheney, al proclamar su propia inocencia (como lo hizo Pinochet), se fundamenta en la realidad o en la mentira.
Que juzguen a Dick Cheney en su propio país. Que un jurado decida si, como él mismo ha declarado, hubiera sido inmoral “no hacer todo lo que fuera necesario” (es decir, torturar) “con tal de proteger a la nación contra más ataques como los que se consumaron el 11 de septiembre del 2001”. Examinar en forma pública si aquellos “interrogatorios intensificados” (enhanced interrogations) fueron, en efecto, imprescindibles para la seguridad de Estados Unidos o si, por el contrario, han terminado por amenazar la paz del país al degradar su prestancia ética, creando más fanáticos de la jihad dispuestos a nuevos asaltos terroristas.
Justice for all.
Justicia para todos.
Las tres últimas palabras del juramento a la bandera que los escolares de la patria de Roosevelt y Obama recitan cada mañana, sus manos sobre el corazón, las palabras que repetí yo de niño en Nueva York y que me ardieron como una antorcha interior a lo largo de múltiples exilios.
No dicen: justicia para una persona. No dicen: justicia para algunos. No dicen: justicia para casi todos.
Para todos.
Esta frase tan simple expresa que no importa cuán poderoso puedes ser –si eres un tirano como Pinochet o alguien como Cheney que podría, de haberle ocurrido algo a Bush, ser presidente de Estados Unidos–, nunca, jamás es posible colocarse por encima de la ley.
Todos.
Una palabra que es sinónimo de humanidad; toda ella; el primero y el último de nosotros, el que manda a millones y la víctima que aúlla en la oscuridad rogando para que el dolor cese.
Si Dick Cheney amara de veras a su país, exigiría que se convocara un Grand Jury –un grupo eminente de conciudadanos– para estimar si procede juzgarlo; desearía un mundo donde los escolares del futuro, sus propios nietos y biznietos, puedan de veras jurar que tiene que haber justica para todos.
¿O acaso no quiere que su nombre quede limpio y nunca más ni remotamente se asocie al de Pinochet, traidor y ladrón y falsario, un hombre que torturó a su propio pueblo y que sólo vive y perdura en los anales infinitos de la ignominia?
*Ariel Dorfman es escritor chileno y autor de Entre sueños y traidores: un ‘striptease’ del exilio.

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