Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 3 de enero de 2013

La aplicación de la ley como dilema- Acuerdo in extremis- 2013: futuro incierto

La aplicación de la ley como dilema
Soledad Loaeza
Con frecuencia la aplicación de la ley genera conflictos o agrava los que pretende resolver. Así es porque las reglas de convivencia que se da una sociedad plural, de manera inevitable, en principio afectan intereses egoístas en aras del bienestar de los más. Si quienes se sienten perjudicados por una determinada ley son lo suficientemente poderosos, se negarán a cumplirla; entonces se desencadenará un conflicto cuyas proporciones no siempre son predecibles. Entonces la aplicación de la ley se plantea como un dilema. Por ejemplo, lo fue para los gobiernos de Zedillo, Fox y Calderón aplicar la ley a Ricardo Salinas Pliego, concesionario de dos canales de televisión abierta, quien en más de una ocasión se ha posesionado de las pantallas de televisión de los hogares mexicanos para denunciar al gobierno porque le cobra alguna multa o intenta limitar su instinto depredador. En cada caso se hubiera podido revocar o rescatar –términos que utiliza la Ley Federal de Telecomunicaciones– la concesión de televisión abierta que posee el presidente de TvAzteca, con base en la fracción II del artículo 38, que estipula como causa de revocación la interrupción de la operación... o de la prestación del servicio, sin causa justificada o sin autorización de la secretaría. Y así lo ha hecho Salinas Pliego: ha interrumpido la programación normal del canal para defender sus intereses con apariciones personales, a veces de horas, en las que no únicamente denostaba al gobierno, sino que, por ejemplo, apelaba a que los televidentes no pagaran impuestos. No obstante, el gobierno en turno vio la aplicación de la ley como un dilema: revocar la concesión se hubiera podido justificar en nombre del interés público o por razones de seguridad nacional; pero el costo de hacerlo podía ser muy elevado. Salinas Pliego no está manco y de manera previsible se habría defendido con el apoyo de los recursos millonarios que maneja, una movilización nacional e internacional en nombre de la libertad de expresión. Es cierto que si para los gobiernos mencionados en ese caso se planteó ese dilema, gobiernos de signo diferente ni siquiera se habrían preguntado si aplicaban o no la ley. Lo habrían hecho, sin más. El problema es que esta interpretación política de la aplicación de la ley tiende a erosionar la vigencia del estado de derecho; pero hay que reconocer que intentar un cumplimiento mecánico de la ley no es una alternativa segura, porque acarrea un elevado potencial de conflicto.
 
En general, cumplimos con la ley o con las reglas que gobiernan a las instituciones o los grupos en los que vivimos porque son garantía de cierto orden en un mundo que sin normas sería caótico e impredecible. Sin embargo, como se ha visto, esto no significa que no haya transgresiones y tampoco que cuando ocurren siempre sean injustificadas. Hoy, la rebelión es reconocida como un derecho que conquistaron los revolucionarios de los siglos XIX y XX que se sublevaron contra leyes y reglas injustas que les negaban otros derechos fundamentales, por ejemplo el voto, la libertad de creencias, la de expresión o la de ideas. Esta es la perspectiva que han tomado quienes han protestado por la detención de un grupo de personas a las que se identificó como responsables del vandalismo que sufrió la ciudad de México el primero de diciembre pasado. Según ellos, la aplicación de la ley en este caso sería, en primer lugar, un acto de represión. Bueno, pues sí. El objetivo de las leyes es, entre otros, reprimir conductas que perjudican a los demás; pero luego dan un salto cuántico y añaden que también es un intento de criminalizar la protesta social.
 
Sin embargo, no hay duda que el artículo 362 del Código Penal del Distrito Federal vigente hasta la modificación que introdujo la ALDF antes de Navidad, que castigaba hasta con 15 años de cárcel a quien cometiera ataques a la paz pública, era una disposición desmesurada, sobre todo porque bajo encabezado tan vago caben actos banales como tirar un buscapiés en un parque, o pelear a golpes en la calle con el hijo del vecino. Era tan desproporcionada la sanción que era inaplicable. En este caso no se planteaba dilema alguno. Hubiera sido excesivo imponer ese castigo a los responsables de vitrinas rotas y pintas en las paredes, incluso si consideramos especialmente graves estos desmanes. Semejante disposición tenía un elevado potencial de conflicto; era preferible hacerla a un lado. No obstante, esta decisión tiene un costo en términos de la vigencia del estado de derecho.
 
Un tercer caso reciente que puedo citar en el que la aplicación de la ley plantea un dilema de difícil solución es la posibilidad de que el presidente Hugo Chávez no asuma el poder el próximo 10 de enero, en virtud del precario estado de salud en que se encuentra. Según la Constitución venezolana, si no lo hace entrará en funciones el vicepresidente, quien tendría que convocar a nuevas elecciones en 30 días. La oposición, por su parte, considera inevitable el cumplimiento de esta disposición, pero los chavistas sostienen una interpretación según la cual la fecha de toma de posesión es postergable, y Chávez podría asumir el nuevo mandato presidencial más tarde sin violentar la ley. En este caso, el potencial de conflicto es evidente: la sociedad venezolana está dividida y los chavistas se sienten amenazados por la oposición; si la ley se cumple, es muy posible que estalle un conflicto cuyo desenlace final es impredecible, pero hacer a un lado la Constitución puede ser igualmente conflictivo, restarle certidumbre a la sociedad venezolana y agravar sus divisiones internas.
 Cuesta de enero con precipicio-Rocha
Acuerdo in extremis
Jorge Eduardo Navarrete
Si la legislación aprobada en 2011 se aplicara a la letra, con el inicio de 2013 –saludado alrededor del mundo con fuegos tan artificiales como las esperanzas con ellos convocadas– los causantes de Estados Unidos se habrían visto privados de las deducciones y privilegios fiscales de la era de Bush y el gasto público se habría reducido de manera indiscriminada y generalizada, privando a la economía de recursos por un monto que cálculos recientes situaban entre 600 mil y 700 mil millones de dólares en el año que se inicia. Un efecto contraccionista de esta magnitud, que equivale a casi 5 puntos del PIB, habría significado una nueva recesión, de profundidad y duración agravadas por la débil coyuntura, y un retorno del desempleo a tasas quizá superiores a 9 por ciento. Habría también empujado a la economía mundial a un colapso más severo que el de la primera fase de la gran recesión, de la que todavía no emerge. Habría, en fin, empeorado la perspectiva económica global para el resto del decenio, degradándola de un estancamiento general a una recesión extendida, con muy alta desocupación y repetidos episodios deflacionarios en grandes economías avanzadas. Fue justificada la angustia con la que se vivieron los últimos días del año fenecido y el primero del actual, por fortuna un feriado que mantuvo inactivos los mercados de valores y las instituciones financieras y proporcionó un momento adicional de respiro.
 
A minutos de la medianoche del 31 de diciembre, el Senado aprobó un acuerdo parcial referido sobre todo al tema de los impuestos y que abre un plazo de dos meses para continuar negociando los recortes que se impondrán al gasto. La votación a favor de esta débil salida provisional fue abrumadora: 89 frente a ocho. Por la noche del feriado de Año Nuevo el frágil acuerdo fue aprobado por la Cámara de Representantes y, tras su promulgación por parte del presidente –triunfador indiscutible de uno de los más epónimos episodios de brinkmanship (práctica de seguir una política peligrosa hasta el límite de la seguridad antes de detenerse) de que se tenga memoria– se evitó, de manera temporal, la caída desde el acantilado fiscal, aunque todo mundo quedó con mal sabor de boca, muy acerbo para los republicanos.

Un primer balance de los elementos del acuerdo, basado en el resumen del New York Times del primero de enero, colocaría en el platillo demócrata al menos los puntos siguientes: a) elevación de 35 a 39.6% de la tasa aplicable a los ingresos de más de 400/450 mil dólares y anulación de todo incremento a ingresos inferiores a esa cota para individuos y parejas; b) aumento de 15 a 20% del impuesto a los dividendos y las ganancias de capital superiores a los límites señalados; c) retiro gradual de exenciones y deducciones autorizadas para ingresos de más de 300/350 mil dólares; d) aumento de 36 a 40% del impuesto sobre herencias y legados superiores a 5/10 millones de dolares; e) extensión de los estímulos fiscales anticrisis de 2009, por 5 años para las personas y por uno para las empresas; f) alza de 2.6 a 4.6% del impuesto a nóminas, sobre los primeros 113 mil 700 dólares de ingreso de los trabajadores; g) diferir por un año del recorte de 27% de los pagos a proveedores de servicios de Medicare, y h), elemento de gran importancia, extensión por un año de la cobertura del seguro de desempleo, a favor de 2 millones de desocupados. En el platillo republicano quedó muy poco, si se considera que partían del dogma de no más impuestos: a) elevaron de 200/250 mil a 400/450 mil dólares el limite a partir del cual se aumenta el impuesto al ingreso y a 300/350 mil dólares el límite en el que se inicia el retiro gradual de exenciones y deducciones, y b) impusieron un piso de 5 millones de dólares para individuos y 10 para parejas al alza del impuesto sobre herencias y legados. Es claro que en los próximos dos meses presionarán al máximo en materia de recortes al gasto –salvo el destinado a sus partidas favoritas, como gasto militar y apoyo selectivo a empresas, las petroleras entre ellas– intentando que los recortes afecten los programas de salud y educativos. Usarán también, como arma adicional, la negociación sobre el aumento del tope de endeudamiento del gobierno federal, tema que en 2011 les permitió arrinconar a un gobierno demócrata lastimado por el desfavorable resultado de la elección intermedia. Es claro que la correlación de fuerzas es ahora diferente y que el talante de Obama es también muy distinto.
 
(Entre paréntesis, cuando se discuta la reforma fiscal en México, sería útil considerar el papel que juegan en el sistema impositivo de nuestro principal socio comercial y económico figuras tributarias como los impuestos a los ingresos derivados del capital y a las herencias y legados, que nuestros líderes hacendarios estiman que deberían ser retirados u olvidados, pues los consideran incompatibles con una tributación simplificada, moderna y eficiente.)
 
De hecho, también el primero de enero Estados Unidos alcanzó el tope de endeudamiento autorizado en 2011. Sobre este extremo, Jonathan Weisman escribió el 1º de enero en el NYT: “El acuerdo conseguido garantiza que la guerra entre la Casa Blanca y los congresistas republicanos continuará al menos hasta la próxima primavera. El secretario del Tesoro, Timothy Geithner, notificó formalmente al Congreso que el gobierno había alcanzado el límite de endeudamiento estauído en la víspera del nuevo año. Mediante una serie de trucos contables creativos [en los que parecen especializarse no sólo las instituciones financieras privadas sino algunas tesorerías gubernamentales, entre ellas la mexicana], el Departamento del Tesoro podrá posponer alrededor de dos meses las acciones consecuentes, pero el Congreso deberá adoptar las necesarias para evitar el default del gobierno cuando expire el plazo adicional acordado para dejar los recortes en suspenso. Además, a finales de marzo fenece la ley de financiamiento gubernamental.”
 
Todo permite anticipar, superado in extremis el acantilado fiscal, una nueva batalla de grandes proporciones. La abrumadora derrota electoral sufrida no parece haber convencido a los republicanos y a las élites financieras privadas de que la mayoría del electorado desea la permanencia y fortalecimiento de elementos propios de un sistema de protección social universal –que cubra cuestiones de salud, empleo, educación, vivienda, infraestructura, formación profesional y apoyo a las artes y las ciencias– y no su desmantelamiento. Es claro que la mayor economía del mundo, aún afectada por crecimiento bajo y alto desempleo, bien puede permitirse un moderno estado de bienestar.
 Todo listo-Hernández
2013: futuro incierto
Adolfo Sánchez Rebolledo
Hay en la política nacional una suerte de provincianismo que se hace más notorio en tiempos de incertidumbre, cuando el presente se oscurece. Compárense la alarma mundial ante el llamado abismo fiscal, apenas superado en el último segundo, que mantuvo en vilo a la clase política planetaria, con los anodinos mensajes deseando felicidad (caída del cielo, supongo) de muchos de quienes nos gobiernan. Aquí, por desgracia, la mentalidad parroquial lleva a observar los grandes males del mundo como si les pasaran a otros pero no a nosotros. Véase el optimismo inocultable del nuevo gobierno tras los primeros escarceos legislativos. Ya se habla de nueva era y, como siempre, se construye un mundo de ficción en el que la realidad se confunde con las palabras y la justicia con la existencia de las formalidades de la ley (que no se acata). Sin embargo, el mundo se mueve aunque contradiga las buenas vibras del Presidente de turno o las ideologías que predican la modernización como una vía de escape a las transformaciones que hacen falta.
 
El temor a una nueva recesión implica que la crisis no ha terminado, que la sociedad global sigue viviendo en peligro y que, en definitiva, las fuerzas que dominan la economía planetaria no han aprendido la lección. Lo que está ocurriendo en Europa bajo la batuta alemana, o en Estados Unidos con el sabotaje republicano a todo lo que no sea fortalecer directa y abusivamente el polo de los privilegiados, da una idea aproximada de la naturaleza de los problemas actuales y hace pensar en el tipo de soluciones que se le plantean a la humanidad. No es casual que en todas partes se debata sobre las alternativas a las grandes políticas que nos trajeron hasta aquí, pues, salvo los más acérrimos voluntaristas, nadie cree que el sistema se derrumbará debido a su intrínseca maldad. Por supuesto, están en juego visiones éticas y disyuntivas morales, pero aun los más optimistas saben que el cambio presupone la crítica puntual del presente; la constitución, por decirlo así, de los sujetos capaces de dar cuerpo y sentido a las necesidades más apremiantes, transformando la falsa conciencia que hoy encadena a los individuos y comunidades en visiones racionales, libres y no enajenadas. Se trata, en mi opinión, de ir sentando los fundamentos de un programa capaz de fijar, junto con los elementos de un nuevo horizonte civilizatorio, tan deseable como posible, la definición de los medios para alcanzarlo.

La reacción necesaria y puntual a los excesos del capitalismo realmente existente ha sido, ciertamente, una de las vías para abandonar el letargo al que fueron reducidas las izquierdas tras la bancarrota del socialismo soviético, pero la densidad de la crisis y el replanteamiento de la agenda mundial a partir de un examen a fondo de las condiciones para la sobrevivencia de la especie humana, nos obligan a clausurar los simplismos reduccionistas de otros tiempos, el afán de inventar sobre la marcha otras políticas que, en rigor, repiten bajo un léxico democrático antiguas y superadas consignas o se conforman con adaptarse a un orden de cosas que se resiste a permanecer en el mismo punto. (Tantos años que le costó a cierta izquierda asimilar las supuestas virtudes del mercado, para que éste hiciera implosión como regulador justiciero de la vida económica). Ese planteamiento estratégico tiene y tendrá más en el futuro un componente universal, como corresponde a las relaciones globales, pero sólo adquirirá significado en el contexto de los estados nacionales que son, aun hoy, los escenarios donde los grandes nudos del sistema se aprietan o se disuelven. Pensar en los cambios que México requiere sin un examen riguroso que le tome el pulso al Imperio es un esfuerzo inútil, aunque no sea más que por la magnitud de la integración desigual que se expresa en materias vitales como el comercio, la seguridad y la migración, término éste último que no da cuenta cabal del gran cambio demográfico ocurrido con la presencia de la comunidad mexicana en Estados Unidos.
 
En los meses que vienen, el gobierno y el Poder Legislativo tomarán decisiones de extraordinaria transcendencia en dos materias clave: la fiscalidad del Estado y la reforma energética. Ambas pueden por sí mismas configurar un cambio de fondo en la vida nacional, razón por la cual se cree que la presidencia podría utilizar el camino de la iniciativa preferente. Sin embargo, pese a la retórica que rodea a ambas cuestiones, los ciudadanos no hemos sido informados acerca de los planes que se cocinan en los gabinetes ad hoc. Los partidos, comenzando por los firmantes del Pacto, no han ido más allá de las generalidades, dando por hecho que basta con el acuerdo entre ellos para resolver asuntos que conciernen a la sociedad y a la nación, que en este caso no son una y la misma cosa, según la Carta Magna. Y eso es grave, no sólo porque el método del compromiso cupular no legitima la más amplia deliberación pública, sino porque renuncia a los verdaderos acuerdos del tipo que se requieren para salir de la crisis que ya ha minado el viejo proyecto nacional.

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