Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 15 de marzo de 2012

Washington pierde las guerras pero sufren los pueblos- Don Giovanni

Washington pierde las guerras pero sufren los pueblos
Angel Guerra Cabrera
 
     Estados Unidos exhibe una ostensible incapacidad para ocupar, mantener el orden y vencer la resistencia de los pueblos que invade. Invasiones injustas, inmorales e ilegales, siempre arropadas en la mentira antes y después de producirse. Por ejemplo, las industrias culturales del imperio han hecho todo lo posible para que las nuevas generaciones olviden o reciban una imagen falsa de la humillante derrota sufrida en Vietnam. Para quienes lo vimos en vivo en la televisión son inolvidables los últimos helicópteros gringos volando desde Saigón hacia los portaviones, con ramilletes de estadunidenses en pánico colgando de los patines de aterrizaje. Recientemente los pulpos mediáticos han tendido una cortina de humo a la vergonzosa retirada de Irak, donde Washington tuvo que renunciar a su exigencia de dejar indefinidamente estacionado un contingente militar pues el gobierno de Bagdad –de cordial relación con Teherán, por cierto– se negó a concederle inmunidad en los tribunales iraquíes a sus integrantes.
Ahora la masacre de 16 civiles en la provincia de Kandahar, Afganistán, supuestamente por un sargento enajenado del ejército de Estados Unidos, reafirma la derrota moral, política y, por consiguiente, militar de la superpotencia en el país asiático. No están claras las circunstancias del incidente ni coincide la versión del lobo solitario de los ocupantes con la de residentes en las tres aldeas donde vivían las víctimas y autoridades afganas, que insisten en que más soldados estadunidenses participaron en los hechos. Sea como sea, después de esto y de los continuos agravios a los afganos –el anterior fue la quema de ejemplares del Corán en una base yanqui– a Washington no le queda más que adelantar los plazos para la retirada. Ya no puede confiar en sus contrapartes afganas y hasta el Parlamento ha dicho que colmaron su paciencia y acordó exigir que los culpables sean juzgados por un tribunal afgano. Hace tiempo tuvo que renunciar a la idea de derrotar a los talibanes y admitir que para retirarse y salvar la cara tenía que negociar con ellos, que es lo que viene haciendo. Ni hablar de la cacareada reconstrucción con la que, ¡cómo no!, varias corporaciones han ganado millonadas pero los afganos no ven más que una economía sostenida por el auge del narcotráfico, un país devastado, con ciudades en ruinas sin los más elementales servicios públicos, ausencia casi absoluta de infraestructura y decenas de miles de civiles muertos. Por no hablar de las promesas de democratización y reconocimiento de los derechos de las mujeres. Afortunadamente cada vez son menos los que creen que Estados Unidos sea modelo de democracia y derechos humanos, y muchos menos los que aceptan que estos pueden imponerse por la fuerza de las armas.
Lenin tenía toda la razón al afirmar que el imperialismo necesita generar constantemente guerras de rapiña. Muchas cosas han cambiado desde entonces pero permanecen esencias como esa. Ahora más acentuadas debido a la avidez compulsiva por el petróleo y otras materias primas y la codicia por los yacimientos de agua, que han llevado al paroxismo la agresividad del imperialismo estadunidense. Si no fuera así, sería inexplicable que después de los desastres en Afganistán e Irak se disponga, junto a Israel, a atacar nada menos que a Irán. Un hueso muy duro de roer, imposible de reducir con armas convencionales. De ser bombardeadas sus instalaciones nucleares pacificas y hasta de sentirse más gravemente amenazado, Teherán seguramente responderá muy duro, incluyendo el cierre del estrecho de Ormuz, yugular por donde fluye un vital río de petróleo al mercado mundial. La gran incógnita es qué hará Estados Unidos ante un rival al que sólo puede destruir con armas nucleares, y si las usara qué harán Rusia, India, Pakistán y China, todas potencias atómicas vecinas. Visto así se comprenden perfectamente las intensas gestiones diplomáticas de Moscú y Pekín en pro de una solución política en Siria –aliado fundamental de Irán– y su doble veto para impedir la intervención extranjera dónde Washington arma e infiltra terroristas y aplica un plan de cambio de régimen.
Volviendo a Afganistán, a lo más que puede aspirar Obama ahora es a salir de allí rápido sin que parezca una estampida. Con la esperanza de que antes de las elecciones de noviembre no se complique la situación hasta obligarlo a una retirada precipitada y la entrega del poder a los talibanes sin más trámites.
Don Giovanni
Olga Harmony
 
    José Saramago ha sido uno de los escritores más admirados por sus millones de lectores y respetado por todo el mundo por sus posturas de avanzada, mismas que sostuvo hasta la longeva edad en que encontró la muerte y que, como es bien sabido, le ocasionó persecuciones en algún momento. Sostuvo, de siempre, un profundo desprecio por el clero y se atrevió a escribir contra los dogmas más importantes de las religiones cristianas. Fue un espíritu muy libre en todas las circunstancias aunque ello le acarreara rechazo de algunos por encima de los muchos que lo leyeron con cierta fascinación. Todo lo anterior es archisabido, pero lo traigo a cuento por el desconcierto que me produjo que tuviera a don Juan como un rebelde libertario y anarquista que dinamita la hipocresía de su entorno, según declara el director escénico, Antonio Castro y que debe ser la verdadera intención ya que Pilar del Río es la traductora. Será porque soy mujer, será porque no entiendo el asunto, pero no puedo, y conmigo otras féminas, aceptar que esto pueda ser cierto, aunque se admire su arrogancia al negarse a arrepentirse antes de ser devorado por las llamas del infierno en la ópera mozartiana, lo que debería ser el meollo del rescate que hace Saramago.
Aunque ha habido textos más o menos recientes, como Don Juan o el amor a la geometría de Max Frisch o el Don Juan de Guillermo Figuereido que dan una vuelta de tuerca a la leyenda que priva desde Tirso, Saramago se basa en la ópera de Mozart con libreto de Da Ponte para escribir del personaje sin agregarle mucho. Sigue siendo un desagradable playboy de épocas pasadas, dueño de sustanciosa fortuna, que ocupa su tiempo libre, es decir todo su tiempo ya que no trabaja ni se encarga de cosa alguna, en seducir mujeres con artilugios y engaños mientras su criado Leporello anota en un libro negro los detalles de esas conquistas. Si bien don Giovanni es el mismo arrogante malandrín, el Nobel lusitano añade giros al libreto que podrían dar mucho de sí, pero que no llegan a mayores en cuanto a la trama, aunque muestra a las damas como vengadoras más que como víctimas inocentes, como es la confabulación de doña Elvira y doña Ana para burlarse de la virilidad del conquistador. El cambio de final con la campesina Zerlinda traicionando a su esposo Masetto con el ya absuelto seductor y la estatua del Comendador derribada y vencida porque don Juan se mofa de sus maldiciones no me parece suficiente para encomiarlo como espíritu libertario, porque burlarse del Infierno no es suficiente para resarcir los daños causados.
En una escenografía diseñada por Mónica Raya de grandes páneles que simulan madera y que son movidos por tramoyas –muy visibles, lo que arruina el efecto– y cuya rigidez poco se aviene con el espíritu barroco, Antonio Castro dirige con trazo limpio pero con poco acierto en la dirección de actores que no dan sus mejores trabajos en todos los casos y a quienes no logra homologar. Una supuesta actriz muy bella pero pésima en su desempeño, Èrika Korè –quien debería ser modelo y nunca pararse en un escenario– doblando a doña Ana y a Zerlina, nada tiene qué hacer al lado de una actriz de excelencia como es Lucero Trejo encarnando a doña Elvira. Martín Altomaro, más conocido en tele y cine y con esporádicas apariciones teatrales no rinde lo que debiera y, es opacado en su don Giovanni por el Leporello de Carlos Cobos, quien canta una aria mozartiana aleccionado por Raúl Román. Bien Humberto Solórzano como esa estatua del Comendador que inusitadamente sangra de la cabeza a pesar de ser de bronce (uno de los errores del montaje). Rodolfo Blanco correcto como Masetto pero caricaturesco como don Octavio, que no tiene por qué parecer de cuento infantil. La escenógrafa es responsable también del diseño de iluminación y de un vestuario que es del siglo XIX para doña Elvira y contemporánea para los demás, lo que en ninguno de los casos se explica: la mezcla de épocas en un vestuario teatral está justificada para conseguir un efecto de aproximación, lo que aquí no se logra ni resulta necesario y aparece como una simple puntada, lo que extraña en una diseñadora con la trayectoria y los conocimientos de Mónica Raya.

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