Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

miércoles, 2 de enero de 2013

El jubileo de don Raúl Vera- EZLN: principio y final- La cuestión indígena, ineludible

El jubileo de don Raúl Vera
Bernardo Barranco V.
Raúl Vera López, titular de la diócesis de Saltillo, celebra el vigésimo quinto aniversario de su consagración como obispo en aquel lejano 6 de enero de 1988. En Saltillo, la diócesis organizará el Jubileo episcopal bajo el lema: Construyendo la Iglesia profética, con la fortaleza del Espíritu respondemos a los signos de los tiempos. Lo acompañarán con sendas conferencias y testimonios, entre otros: Jon Sobrino, SJ; Gustavo Gutiérrez OP; Jesús Espeja OP; Clodomiro Siller, Javier Sicilia y nuestro compañero de esta casa editorial, el valiente sacerdote Miguel Concha OP. Los festejos se realizarán este viernes 4 y sábado 5 de enero. Recordemos que Vera recibió el Premio Rafto 2010, otorgado por la Fundación Rafto por su compromiso en la defensa de los derechos humanos y que fue uno de los cuatro finalistas al Premio Nobel de la Paz 2012.
 
Fray José Raúl Vera López OP nació en Acámbaro, Guanajuato, el 21 de junio de 1945. Originario de una zona muy católica y de una familia modesta, emprendedora, con vocación por el conocimiento y el servicio. Don Raúl recuerda a su madre atenta a su pequeño, pero potente radio de onda corta, escuchando las noticias del mundo que transmitían Radio Francia Internacional, La Voz de América, Radio Moscú.

El niño Raúl soñaba con ser bombero. Con seis hermanos, vive una infancia feliz entre papalotes, futbol y bicicletas al lado especialmente de su hermano Carlos. Inquieto y travieso, es apodado El Rojo por el tono de su cabello pelirrojo. A los 17 años, con apoyo de sus hermanas, viene a estudiar la universidad a la ciudad de México a inicios de los años sesenta, en el apogeo del rocanrol. Alternaba su estancia en las instalaciones nuevecitas de la Facultad de Ingeniería, en Ciudad Universitaria, y el Centro Cultural Universitario (CUC), manejado por los dominicos y que aún opera.

Es importante destacar que Raúl Vera es uno de los raros obispos con una formación universitaria secular. Entre sus principales mentores en aquellos años juveniles destacan el biblista Manuel Jiménez; Alex Morelli, cura obrero francés, y el fundador de la parroquia universitaria, Agustín Désobry.

A diferencia de la mayoría de los obispos mexicanos que ingresaron a la Iglesia entre los 13 y los 16 años de edad, casi unos niños, Raúl Vera ingresa al seminario una vez concluida su carrera universitaria, a los 23 años. Son datos no menores, porque si bien él es eclesial e institucional, tiene la virtud de no ser clerical. Vera se tituló de ingeniero químico en la Universidad Nacional Autónoma de México. Era un estudiante que no se perdía las marchas estudiantiles y vivió una doble politización: la universitaria y la católica. Su opción sacerdotal está marcada socialmente por el 68.

La Orden de Predicadores, frailes dominicos, lo hace estudiar filosofía en México y teología en Bolonia, Italia (1968-1976). Fue ordenado sacerdote por el papa Paulo VI el 29 de junio de 1975 y funge como capellán de estudiantes de la UNAM (1976-1981 y 1985-1987). En enero de 1988 asume la diócesis de Ciudad Altamirano para reorganizarla y, sobre todo, destrabar las agudas tensiones del clero. Sin embargo, su encomienda más delicada fue sin duda su nombramiento de obispo coadjutor de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, el 15 de agosto de 1995.
 
Vera fue transferido a San Cristóbal de las Casas gracias a la acción del entonces nuncio Girolamo Prigione, quien hacia 1993 estuvo a punto de remover a Samuel Ruiz. Amenazado por la curia vaticana, el levantamiento zapatista en 1994 cambió el contexto, así como la solicitud en ese momento de Manuel Camacho Solís, comisionado para la paz en Chiapas; estos hechos fueron determinantes para sostener al obispo rebelde por ser pieza clave en la negociación entre el EZLN y el gobierno. Por tanto, Raúl Vera se incorpora a San Cristóbal con una tarea precisa: neutralizar el liderazgo de don Samuel Ruiz y demoler su trabajo pastoral con los indígenas.
 
Raúl Vera queda conmovido por los testimonios de fe de los pueblos indígenas, así lo ha revelado, y desde el inicio expresa su abierta indignación ante la marginación y a la represión gubernamental; avala el trabajo pastoral de la diócesis, la postura de defensa de la cultura y los derechos indígenas y, sobre todo, reconoce públicamente la trayectoria y el trabajo pastoral de treinta años del obispo Samuel Ruiz.
 
La curia vaticana no lo perdona y, pese a tener derecho de sucesión, lo transfiere a la diócesis de Saltillo el 30 de diciembre de 1999, decisión que Vera acata con disciplina. Ahí desarrolla no sólo la opción por los excluidos, la justicia, particularmente a mineros y migrantes, sino que a través de una pastoral integral abre su atención a grupos de homosexuales.
 
Ha sufrido el doble embate de la derecha: la política, incómoda por sus posturas críticas, y la derecha religiosa, que se escandaliza con sus aperturas pastorales. Sectores afines al Yunque lo han amenazado y denunciado, reclamando: queremos un obispo católico. Roma, haciendo caso de rumores, lo llama en septiembre de 2011 a aclarar especialmente su relación con la comunidad gay. Sin embargo, don Raúl no se deja amedrentar y continúa su trabajo.
Ha sido un severo crítico del poder. A Felipe Calderón le increpó que había fallado como católico. Ha sido el actor religioso que con mayor severidad ha cuestionado a Peña Nieto y el regreso de prácticas autoritarias, de impostura y corrupción del PRI.
 
Raúl Vera es heredero de los mejores obispos posconciliares de América Latina, como Hélder Cámara y Óscar Arnulfo Romero. Inquieto, hiperactivo e infatigable, Raúl Vera es el mejor obispo que tiene hoy la Iglesia mexicana, sin duda alguna. Ha sido valiente y generoso, ha levantado numerosas controversias dentro y fuera de la Iglesia. Su jubileo es una celebración que tiene raíces en el antiguo testamento, una fiesta pública, solemne y significativa. Va, pues, nuestro reconocimiento por estos años de compromiso cristiano.
 
EZLN: principio y final
Luis Linares Zapata/ II y última
La reaparición de los contingentes zapatistas de manera simultánea en varias localidades chiapanecas tuvo, y tendrá, significados, recuerdos y consecuencias diversas. Y, tal como se implica en el tema del presente artículo, dicha presencia queda relacionada con dos administraciones priístas que mucho tienen en común. A una, la de Salinas (88 a 94), la afectó de manera crucial: inició el proceso que de-senmascaró la liviandad, la corrupción y las ilusionadas mentiras con que disfrazó a su régimen. Y la presente de Peña Nieto, porque lo sitúa ante un espejo que puede, también, inducir una serie de ramificaciones incontrolables desde sus primeros pasos. Pero lo que en verdad importa en este preciso momento es la comprometida relación que ambas administraciones tuvieron, y tienen, con el modelo de acelerada acumulación desigual de la riqueza. Este es el punto neurálgico que la aparición de los zapatistas resalta en un primer acercamiento, quizá el totalizador, porque puede marcar, de manera indeleble, lo que suceda de aquí en adelante.
 
La continuidad del modelo en boga es el rasgo primordial y definitorio del proyecto priísta actual. En ello está comprometido el oficialismo, tal como lo hicieron sus fallidos antecesores panistas, con férreos lazos de complicidades, lealtades y subordinaciones manifiestas. Y de ello deberán dar pormenorizada cuenta ante sus patrocinadores. La fidelidad que muestren en seguir conservando los privilegios de la plutocracia dominante hará posible llevar la fiesta en buenos términos. De las garantías y respetos favorables a la acumulación acelerada de las grandes fortunas dependerá que les sea extendido el más amplio reconocimiento a sus habilidades. Los acuerdos cupulares entre el funcionariado público y los grupos de presión seguirán condicionando los derroteros y hasta las minucias de la política general. Es por este tipo de conjuras capitulares y sesiones de responsabilidades que, en México, ahora como antes, los grandes patrimonios aportan cantidades miserables a la hacienda pública. La Cepal acaba de mostrar tan ridícula como trágica situación. Aquí las enormes fortunas sólo pagan, en impuestos, un 0.18 por ciento del PIB. La media latinoamericana la triplica o hasta cuadruplica y palidece si se compara con lo que aportan los patrimonios de envergadura en los países de la OCDE que, en promedio, superan 2 por ciento de los respectivos PIB. Este es un asunto crucial que no será, por lo que se ha podido entrever en las recientes decisiones en marcha, modificado en su trayectoria. Por el contrario, todo apunta a la agudización de las disparidades fiscales dadas las previstas consecuencias de la reforma laboral recién aprobada. Las penalidades, para una administración incipiente y que tiene serios baches en su legitimidad, serían inmanejables.
 
Poco importará, para el enorme aparato de convencimiento nacional, lo que acontece en la reciente negociación entre demócratas y republicanos en Estados Unidos. Seguirán difundiendo sus inapelables verdades del único camino inaugurado por la era Reagan-Thatcher. Allá, rompiendo la anterior tendencia de proteger a los grandes capitales, se llegó a un acuerdo que evitará el llamado abismo fiscal (fiscal Cliff). Con el ánimo de asegurar el crecimiento recién iniciado, Barack Obama propuso subir los impuestos a los ricos para aumentar la recaudación y no recortar el gasto público como lo proponían los fundamentalistas del déficit cero. Aquí se sigue protegiendo a los de arriba a costa de todos los demás.
 
Es por esta lógica de poder ya desencadenada que la aparición inesperada, y la protesta que levantaron con su multitudinaria presencia los zapatistas, viene a cuento. No tanto por este suceso mismo, sino por lo que habla de las interrelaciones que hay entre marginación, pobreza por un lado, y la plutocracia por otro. Hay que entender que no es posible una sin la conservación de los privilegios de los otros. Para que haya megamillonarios es indispensable que millones de miserables penen por ello. En México las enormes fortunas no se han formado, como en otros países centrales, de invenciones o aventuras empresariales ajenas al poder público. Aquí, casi la totalidad (por no decir todas ellas), están directa, umbilicalmente, imbricadas con el poder público protector y cómplice. Los zapatistas, en este respecto, son una pequeña porción del enorme bolsón de pobreza y marginalidad que agobia a la nación. El mérito de este grupo de indígenas es lo que logra, con su protesta. Pone, al descubierto, las inmensas deformaciones sistémicas que plagan la convivencia.
 
La llamada de atención para una administración que apenas empieza es audible, clara y de peligro. El derrotero que ha empezado a recorrer no es el adecuado para atender los problemas que enfrentan sectores inmensos de la sociedad. La continuidad del modelo vigente simplemente agudizará las diferencias abismales que hoy distinguen al país. Poco cambiará una política de combate a la pobreza cuando el cúmulo enorme del reparto de la riqueza se aleja, con ávida rapidez de la mínima y humana equidad. Tal parece que los de mero arriba forman un clan con tendencias suicidas. La confianza que han depositado en el aparato de convencimiento no los pondrá a salvo de enfrentar, aun en el corto plazo, fenómenos de agudización de las tensiones ya notables en el sistema. El EZLN lo manifiesta no sin cierta y generosa ironía.
 
 
La cuestión indígena, ineludible
Ayer, en respuesta a la reaparición en la escena pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y en coincidencia con el 19 aniversario del levantamiento armado de enero de 1994, el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, se pronunció por el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés en sus términos originales y se comprometió a respetar el derecho a la resistencia y autodeterminación de los zapatistas.
 
La declaración del mandatario chiapaneco ocurre con el telón de fondo del amplio consenso social, vigente desde hace años, en torno a la necesidad de resolver las circunstancias históricas de marginación, opresión, exclusión, despojo, explotación y discriminación que padecen los pueblos indios del país, y de recuperar para ello, en sus términos originales, los acuerdos suscritos por el gobierno de Ernesto Zedillo y los insurgentes zapatistas en febrero 1996, que no han sido cumplidos y que fueron desvirtuados con la aprobación, en 2001, de un remedo de ley en materia de derechos y cultura indígenas. Dicho consenso, que ha sido el centro de la agenda de los pueblos originarios, de diversas organizaciones civiles, dirigentes sociales, académicos, líderes religiosos y defensores de derechos humanos, ha resurgido ahora a la par de la irrupción pública del zapatismo y, según ha podido verse en las últimas horas, ha incorporado incluso a algunos integrantes de la clase política chiapaneca y nacional.

Por desgracia, esas coincidencias para lograr una solución de fondo a la cuestión indígena siguen sin ser compartidas por diversos actores políticos. En la mayoría de los ámbitos del México institucional siguen persistiendo la demagogia, la incomprensión y el desinterés sobre la problemática de las pueblos indios que hace una década se reflejaron en la aprobación del citado engendro legislativo. Tales actitudes salieron a relucir ayer mismo, con pronunciamientos como el del senador panista Javier Lozano, quien calificó de pantomima la difusión de los comunicados zapatistas y criticó sus posturas totalitarias y arbitrarias. Un desprecio muy similar pudo observarse en el ámbito de la izquierda partidista, con el rechazo de la senadora por el PRD Angélica de la Peña a crear una comisión de concordia y pacificación, porque no estamos en guerra, a pesar de que la ley que obliga a su formación sigue vigente y se mantiene viva una política de contrainsurgencia en contra de los rebeldes.
 
Semejantes posturas permiten ponderar la brecha creciente entre el México de arriba –por usar el término empleado por el subcomandante Marcos en sus comunicados– y la realidad de los pueblos indígenas, que siguen padeciendo agravios e injusticias en muchos de sus entornos fundamentales –como el indígena y el comunitario– y que, a lo largo de los pasados 19 años, han enfrentado nuevas simas de descomposición y violencia institucional. El escenario actual, pues, no deja mucho margen de maniobra a las autoridades para ignorar la plena vigencia de la problemática que se expresó con las armas en 1994: guste o no a las autoridades y a los dirigentes y representantes de las distintas fuerzas políticas, unas y otros tendrán que tomar en cuenta al zapatismo como interlocutor, reconocer la procedencia de las demandas formuladas por ese movimiento hace casi dos décadas y retomar la cuestión indígena como uno de los elementos centrales e ineludibles del debate público.

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