Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 27 de junio de 2013

Avance civilizatorio en EU- Brasil, la protesta y Dilma- De fascistas y nazis

Avance civilizatorio en EU


En una votación dividida de cinco votos contra cuatro, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos anuló ayer una norma federal –la Ley de Defensa del Matrimonio, conocida como DOMA– que define el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer y niega reconocimiento jurídico y derechos elementales a los parejas del mismo sexo. Según los magistrados del máximo tribunal estadunidense, la DOMA es inconstitucional porque es una denegación del acceso a la libertad de las personas protegida por la Quinta Enmienda. En consecuencia, con el fallo referido los integrantes del principal órgano judicial del vecino país refrendaron también la prohibición constitucional de la llamada Proposición 8, modificación de la Constitución del estado de California que consagra que sólo el matrimonio entre un hombre y una mujer es válido o será reconocido.
 
Esta sentencia del máximo tribunal estadunidense constituye uno de los pocos logros civilizatorios obtenidos en tiempos recientes en ese país, dominado por una doble moral en la que conviven los postulados liberales con los dogmas morales y sociales más reaccionarios. En efecto, más allá de las tendencias progresistas y cosmopolitas del noreste y la costa del Pacífico estadunidenses, la mayor parte del centro y el sur de ese territorio está integrada por ámbitos provincianos y profundamente conservadores que han sido históricamente reacios a todo intento de modernidad y transformación social.

En ese sentido, la resolución de la Corte Suprema, jurídicamente irreversible e inapelable, no sólo constituye un espaldarazo para el clima de tolerancia, respeto a la diversidad y modernidad que se ha consolidado en la decena de entidades estadunidenses en las que el matrimonio homosexual está permitido –incluida la capital, Washington DC–, sino que representa también un claro mensaje político para el conjunto de las autoridades locales y nacionales de ese país y, por extensión, para el resto del continente y del mundo.
 
Es de suponer que las posturas de la justicia estadunidense sobre el tema permearán en mayor o menor medida en los entornos institucionales de todo el hemisferio, en donde los avances en materia de derechos y libertades sexuales son prácticamente nulos –con las excepciones de Argentina, Brasil, Canadá y Uruguay, así como la ciudad de México, cuyos órganos legislativos han aprobado leyes que permiten el matrimonio homosexual– y que pudieran contribuir a la adecuación de los marcos jurídicos de los distintos países a una realidad que se presenta mucho más compleja, plural o diversa de lo que reconocen los respectivos ordenamientos legales. Ha de ponderarse positivamente el hecho de que la capital de nuestro país haya sido una de las pioneras a escala nacional e internacional en el reconocimiento y la defensa de la soberanía individual en ámbitos cruciales de la vida humana, como las orientaciones sexuales y las relaciones afectivas, mediante las reformas que legalizaron en 2009 el matrimonio y la adopción por parejas del mismo sexo.
 
Es previsible, por último, que la decisión adoptada ayer por el Poder Judicial estadunidense derive más temprano que tarde en una respuesta de los sectores más reaccionarios de la sociedad, la clase política y los poderes fácticos de ese país, los cuales durante los años recientes se han caracterizado por ejercer una tenaz resistencia organizada desde las bases sociales en contra del gobierno de Barack Obama. Tal reacción, para colmo, ocurriría con el telón de fondo de la debilidad política por la que atraviesa la administración del político afroestadunidense, como resultado de sus propias inconsecuencias, vacilaciones y excesos. En tal escenario, la defensa de avances civilizatorios como el alcanzado ayer en el máximo tribunal de dicha nación corresponderá a las corrientes progresistas, los sectores seculares, las mujeres y las minorías sexuales.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
 Ex símbolo de la libertad-Helguera
Brasil, la protesta y Dilma

Adolfo Sánchez Rebolledo
La situación brasileña sigue estimulando los más diversos comentarios, pero la sorpresa no se ha disipado. Por doquier surgen expertos en comunicación, redes sociales y revoluciones atípicas de la era digital (ni de izquierda ni de derecha, todo lo contrario), teóricos al vuelo que advierten en las grandes movilizaciones la hidra de la revolución eterna o los críticos listos para extender el acta de defunción al progresismo redentor de Lula y Rousseff. Unos y otros, lejos de intentar comprender la dinámica sui generis de la protesta, asignan responsabilidades, señalan culpables y, en última instancia, tratan de sobrevivir en el río revuelto sin abandonar la defensa de intereses personales, como los del ex presidente Cardoso, quien estuvo entre los primeros en sumarse a la deriva antigobiernista sostenida por los medios, los cuales han perseverado en el intento de transformar las banderas apartidarias del movimiento en consignas antipartidistas contra el PT y sus aliados.
 
Sin embargo, lo único cierto es que el estallido de las protestas tomó a los políticos –y a los observadores– con la guardia baja, sin advertir que, para bien o para mal, las movilizaciones anuncian el final de un ciclo, el punto de inflexión que definirá el futuro de ese gran país. Para los que seguimos los hechos desde lejos no es sencillo orientarse entre la maraña de informaciones, sin incurrir en analogías facilonas, pero sí es indispensable escuchar lo que se dice en el campo de batalla. En ese sentido, son ilustrativas las advertencias recogidas en un editorial de CartaMaior que, a mi modo de ver, sitúa con objetividad el dilema brasileño: Si las fuerzas democráticas, dirigidas por los partidos de izquierda y organizaciones progresistas, no tienen la capacidad de construir rutas de paso hacia un nuevo ciclo, con un salto de la democracia participativa y los objetivos de calidad de la dimensión pública de la vida, alguien más lo hará, en la dirección opuesta de la democracia social que el país lucha por construir desde el fin de la dictadura militar y antes de ella. Todo el dispositivo de medios conservadores opera febrilmente con el propósito de descalificar la capacidad de las fuerzas progresistas para conducir la próxima etapa de la economía y la sociedad.

Por eso era tan importante la reacción de la presidenta Dilma Rousseff. Y no defraudó las esperanzas, pues de inmediato comprendió que la situación exige salidas políticas, no paliativos. Para ello, además de afrontar de inmediato la rebaja de los transportes que había detonado la protesta, Rousseff propuso cinco grandes pactos nacionales a los 27 gobernadores y 26 alcaldes para: a) mantener la responsabilidad fiscal, la estabilidad económica y el control de la inflación; b) culminar la reforma política; c) impulsar la salud; d) transporte público, y e) educación. En la parte medular de su propuesta, la presidenta señaló: Quiero proponer un debate sobre la convocatoria de un plebiscito popular que autorice el funcionamiento de un proceso constituyente específico para hacer la reforma política que el país necesita. Pospuesta durante años o congelada en el Congreso, la oposición a la reforma política ha impedido la renovación de la clase política, beneficiaria única de las formas de elección vigentes y usufructuaria del financiamiento privado que hace posible el enquistamiento de la corrupción en el Estado, al tolerar la compra de los puestos de elección popular en beneficio de una clase política parasitaria.
 
Para dejar clara su postura, Rousseff planteó la posibilidad de convocar a un plebiscito para una asamblea constituyente sólo para la reforma política, que es, sin duda, la vía rápida para destrabar las resistencias generadas en el Congreso que es, en definitiva, quien debería lanzar la convocatoria. Como era de esperarse, los opositores saltaron por todas partes contra la iniciativa (Cardoso dijo a El País que las reformas políticas mediante plebiscitos son propias de regímenes autoritarios), pero la presidenta ya había puesto una pica en Flandes, obligando al resto de los políticos, que también son repudiados por los manifestantes, a asumir que el problema de fondo no se puede resolver sin una reforma sustancial del régimen vigente.
Ignoro si la presidenta tendrá éxito ante la profundidad de la crisis, pero nadie la podrá acusar de hacerse a un lado ante los riesgos que la amenazan (cuánta responsabilidad le corresponde a ella, cuánta a las instituciones, a la política, al modelo y al modo de ser de la sociedad brasileña tan diversa y desigual, es un tema aparte). En cierto modo, su actitud serena y la decisión de actuar con humildad ante los otros es un ejemplo, sobre todo cuando muchos gobiernos apelan para excusarse de responsabilidades a los formulismos de la ley o a la represión legítima. ¿Cuántas veces no hemos visto a los gobiernos escudándose en el principio de autoridad para no negociar con los ciudadanos asuntos de interés general? Más vale exigir lo imposible –en este caso la asamblea constituyente– a dejar pasar el momento como si nada grave ocurriera. Tienen razón quienes señalan que la presidenta Dilma respondió con perspicacia histórica al clamor de las calles. Disparó en la dirección correcta, escribió Carta Maior. ¿Le alcanzarán el tiempo, los recursos? ¿Podrá recuperar la confianza de las mayorías, o la protesta, en el contexto de una economía declinante, afectará el curso electoral a favor de la derecha, como ocurrió en España. Las respuestas están en el aire.
FUENTE: LA JORNADA OPINION
 Estas ruinas que ves-Fisgón
De fascistas y nazis

Octavio Rodríguez Araujo
Hay una tendencia a confundir y meter en el mismo saco los regímenes de Mussolini, Hitler, Franco, Salazar y Horthy, entre otros dictadores europeos del siglo XX. No fueron iguales y en algunos aspectos ni siquiera parecidos. Sin embargo, a todos ellos se les ha llamado fascistas, que es un término usado para generalizar sus diversas formas y expresiones en el mundo y en ciertas corrientes en América Latina, incluso en México. Muchos católicos, por cierto, vieron con buenos ojos el fascismo: por haber sido apoyado por el Vaticano y porque era anticomunista además de nacionalista.
 
Entre sus semejanzas destaca, sin lugar a dudas, el nacionalismo. Éste fue tema obligado desde el inicio de la Primera Guerra Mundial y más todavía después de ésta. Las corrientes políticas dominantes, tanto de la derecha como de la izquierda reformista de la Segunda Internacional, estuvieron no sólo a favor de la guerra sino que la calificaron como una guerra entre naciones. La izquierda radical de la Segunda Internacional, en cambio, se expresó claramente contra la guerra desde septiembre de 1915. El argumento de esta izquierda (dirigida principalmente por Lenin) era, dicho esquemáticamente, que se trataba de una guerra entre las burguesías imperialistas en la que los más perjudicados serían los trabajadores. Y así ocurrió.

Al final de la guerra todos los países cayeron en diferentes grados de nacionalismo intransigente, entre otras razones porque la moral y las condiciones de la población de los países europeos combatientes estaban muy deterioradas. Una forma de contrarrestarlas fue una intensa campaña nacionalista, chovinista de hecho, y en algunos países como Alemania, mediante el revanchismo por los efectos no sólo de haber perdido la guerra sino por los costos que le significó el Tratado de Versalles.

Con la crisis que se extendió en Europa, la economía basada en el liberalismo fue vista como un obs­táculo para la reconstrucción de los países beligerantes. Sólo Estados Unidos se vio beneficiado con la guerra, por ser el gran acreedor de los europeos. La intervención del Estado fue vista como una solución y de ella se valieron los fascistas italianos y los nazis alemanes para constituirse en fuerzas hegemónicas. El estatismo fue, para decirlo rápidamente, la fórmula de la reconstrucción, pero no un estatismo tipo soviético (para sustituir la propiedad privada de los medios de producción), sino de tipo personal ( il Duce, der Führer, el caudillo) y crecientemente autoritario.

El fascismo italiano, primero en instalarse en Europa, fue un movimiento tan nacionalista como anticomunista, lo cual le valió apoyos en muchos países, Gran Bretaña y Estados Unidos incluidos y, obviamente, del Vaticano, cuyo papa Pío XI no sólo llamó a votar por Mussolini sino que dijo que éste era un hombre enviado por la Providencia. Las burguesías europeas y algunas de Estados Unidos vieron en el fascismo un enemigo crecientemente poderoso de los comunistas y de los socialistas, un enemigo que usaba la violencia, que podía imponerse por medio de ésta y de su organización paramilitar a los trabajadores. Uno de los teóricos del fascismo italiano, Alfredo Rocco, logró una síntesis muy clara de su visión del ya entonces poder fascista (1925). El fascismo, dijo Rocco, ha tenido una virtud histórica: “restablecer el equilibrio entre las clases, interponerse entre las clases en la situación de un árbitro y moderador, de manera a impedir que una de ellas venza a la otra e impedir también el debilitamiento del Estado…” De aquí el rechazo al liberalismo que permitía la lucha de clases en su flexibilidad política, y de aquí también la glorificación del Estado como un supuesto árbitro que sólo velaba por el interés de la nación. El ideal del fascismo era la absoluta unidad bajo el Estado, por lo que la tendencia al totalitarismo estaba en su perspectiva inmediata y el hombre fuerte, apoyado por las armas (y las masas organizadas), sería su garantía. La idea del Estado totalitario fue acuñada en la Italia fascista en contraposición al Estado liberal, como bien lo señalara Mario Stoppino.
 
Suele pensarse que el fascismo en sus diferentes expresiones fue religioso. No es exacto, salvo en España, donde Franco fue el caudillo por la gracia de Dios y el catolicismo la religión oficial. Del fascismo y del nazismo no se escapó siquiera la religión católica. Aunque Mussolini dijo (retóricamente) que el Estado era católico, añadió que también era exclusiva y esencialmente fascista. Con Alemania la Iglesia tuvo mayores problemas, mismos que muchos católicos, por ejemplo de México, no percibieron al apoyar a Hitler. El muy conservador papa Pío XI, el mismísimo que apoyara a Mussolini y que incitara a la Guerra Cristera en México con su encíclica Iniquis afflictisque de 1926, dirigió una poco divulgada encíclica sobre todo a la clerecía alemana (1937), cuyo solo título revela la inquietud del Vaticano por la evolución del nazismo alemán después del acuerdo de 1933 entre la Santa Sede y el Reich. Fue la única encíclica titulada en alemán: Mit Brennender Sorge ( Con ardiente preocupación), referida, en ese caso, a la defensa de la Iglesia y el catolicismo ante las amenazas del gobierno alemán. Pocos, si algunos, se enteraron de esa encíclica en otras latitudes y menos todavía que la última encíclica de ese papa, que quedó en borrador porque falleció, condenaba el antisemitismo de los nazis.
 
El racismo, que es otro aspecto reprobable de los fascismos europeos, tampoco fue generalizado. En Italia se impuso sobre todo a partir de la ocupación alemana. En España y en Portugal prácticamente no existió, en Hungría el mismo Horthy no coincidía con el antijudaísmo de algunos de sus ministros, aunque terminó asumiéndolo (relativamente) a cambio de la ayuda económica de Alemania. En este país, en cambio, el régimen persiguió y asesinó a comunistas, católicos, judíos y gitanos (el Holocausto).
 
Finalmente, el fascismo en sus distintas expresiones, como en otros regímenes totalitarios, significó la proscripción de los partidos políticos, salvo el oficial; se coartó la libertad de prensa, se suspendieron los derechos sindicales y se hizo uso generalizado de la violencia contra todo tipo de oposición. Surgió el Estado corporativo y totalitario al cual debía subordinarse el individuo.
 
Parafraseando un texto de Gilbert Badia, los fascistas lograron convertir los resentimientos y temores de origen económico, sobre todo entre las víctimas de la acumulación capitalista y de sus crisis, hacia la esfera extraeconómica: anticomunismo, racismo, antisemitismo, xenofobia que, en el caso del fascismo alemán (nazismo), fueron sus características más patológicas. Aun así tuvo seguidores y, tristemente, todavía los tiene aunque no conozcan su historia, o tal vez porque no la conocen.
FUENTE: LA JORNADA OPINION

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