Comicios, una disputa mafiosa
Yunes denuncia la desaparición de uno sus miembros de campaña.
Foto: Yahir Ceballos
Foto: Yahir Ceballos
MÉXICO, D.F. (apro).- La violencia en México está patrocinada por su clase política. Estén en el poder o en la oposición, no hay partido político ajeno a los diferentes tipos de violencia, incluida desde luego la criminal.
Si algo caracterizó al proceso electoral de cara a la jornada del 7 de julio fue la violencia desaforada en torno a los candidatos. Prácticamente no se escapó ninguno de los 14 estados donde se renovará el poder local.
Los partidos políticos y sus candidatos cada vez son más claros en que están dispuestos a todo para hacerse de “la representación popular” y lo que ello significa: el acceso sin control a los recursos públicos y a negocios particulares, que no son pocos.
Amalgamados con la delincuencia, se saben impunes. Si están en el poder, tienen la garantía de que no se investigará o si se hace, será lo más desaseado posible para enredar las indagatorias.
Si están en la oposición, el aparato de justicia se utilizará en su contra. Pero como opositores, también están dispuestos a contribuir a la descomposición con escándalos, fundados o no, que exacerban los ímpetus de unos y otros.
Los asesinatos, como ocurrió con candidatos en Oaxaca y Durango, ya no son un extremo en la competencia política de México. Son el reflejo del fracaso de la llamada transición mexicana.
El uso faccioso de los recursos y la compra del voto ya es lo de menos. Intervenciones telefónicas, utilización del aparato de justicia, intimidaciones y acusaciones de narcopolítica, secuestros y hasta de violaciones sexuales fueron parte de las campañas de las primeras elecciones después del regreso del PRI a los Pinos.
Más allá de una pretendida y alegada restauración del autoritarismo priista, lo que se vive en México es una disputa mafiosa por el poder. Ese poder que se dispersó con la extinción del presidencialismo mexicano del siglo XX.
Hoy menos que nunca, los partidos políticos y sus rehenes como el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Congreso, son instituciones de bien público y su salvaguarda. Su fin último es el control del poder a manera de botín. Por eso, son ajenos a la mediocridad económica de México.
Para ellos no hay recortes presupuestales. Mucho menos transparencia. Si el IFE dice que Enrique Peña Nieto no rebasó los topes de campaña, pese a todas las evidencias, es gracias a esa suerte de omertà, la ley del silencio entre los mafiosos sicilianos para no hablar sobre sus delitos.
Toto Rinna, el último capo de todos los capos de la Cosa Nostra, la mafia siciliania, quien a sus 82 años purga —desde 1993— un total de 13 cadenas perpetuas, ha dicho que en Italia la verdadera mafia son los jueces y los políticos que se han protegido entre ellos.
Lo mismo puede decirse de México. César Camacho, Gustavo Madero y Jesús Zambrano lo saben muy bien.
jcarrasco@proceso.com.mx
@jorgecarrascoa
Si algo caracterizó al proceso electoral de cara a la jornada del 7 de julio fue la violencia desaforada en torno a los candidatos. Prácticamente no se escapó ninguno de los 14 estados donde se renovará el poder local.
Los partidos políticos y sus candidatos cada vez son más claros en que están dispuestos a todo para hacerse de “la representación popular” y lo que ello significa: el acceso sin control a los recursos públicos y a negocios particulares, que no son pocos.
Amalgamados con la delincuencia, se saben impunes. Si están en el poder, tienen la garantía de que no se investigará o si se hace, será lo más desaseado posible para enredar las indagatorias.
Si están en la oposición, el aparato de justicia se utilizará en su contra. Pero como opositores, también están dispuestos a contribuir a la descomposición con escándalos, fundados o no, que exacerban los ímpetus de unos y otros.
Los asesinatos, como ocurrió con candidatos en Oaxaca y Durango, ya no son un extremo en la competencia política de México. Son el reflejo del fracaso de la llamada transición mexicana.
El uso faccioso de los recursos y la compra del voto ya es lo de menos. Intervenciones telefónicas, utilización del aparato de justicia, intimidaciones y acusaciones de narcopolítica, secuestros y hasta de violaciones sexuales fueron parte de las campañas de las primeras elecciones después del regreso del PRI a los Pinos.
Más allá de una pretendida y alegada restauración del autoritarismo priista, lo que se vive en México es una disputa mafiosa por el poder. Ese poder que se dispersó con la extinción del presidencialismo mexicano del siglo XX.
Hoy menos que nunca, los partidos políticos y sus rehenes como el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Congreso, son instituciones de bien público y su salvaguarda. Su fin último es el control del poder a manera de botín. Por eso, son ajenos a la mediocridad económica de México.
Para ellos no hay recortes presupuestales. Mucho menos transparencia. Si el IFE dice que Enrique Peña Nieto no rebasó los topes de campaña, pese a todas las evidencias, es gracias a esa suerte de omertà, la ley del silencio entre los mafiosos sicilianos para no hablar sobre sus delitos.
Toto Rinna, el último capo de todos los capos de la Cosa Nostra, la mafia siciliania, quien a sus 82 años purga —desde 1993— un total de 13 cadenas perpetuas, ha dicho que en Italia la verdadera mafia son los jueces y los políticos que se han protegido entre ellos.
Lo mismo puede decirse de México. César Camacho, Gustavo Madero y Jesús Zambrano lo saben muy bien.
jcarrasco@proceso.com.mx
@jorgecarrascoa
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