Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

miércoles, 7 de marzo de 2012

Educación científica o religiosa- La corrupción

Educación científica o religiosa

El papa Benedicto XVI. Foto: María Grazia Picciarella
El papa Benedicto XVI.
Foto: María Grazia Picciarella
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Antes de morir, Charles Darwin habló con la reina Victoria de Inglaterra. La reina había sido una lectora entusiasta del libro de viajes del joven naturalista, hacía medio siglo, y su mecenas cuando le encargó una enciclopedia de los animales que Darwin había registrado en su viaje alrededor de África y Sudamérica, pero llevaba dos décadas irritada con él, desde la publicación de El origen de las especies.
Ella, como todo aquel que leyó El origen…, entendió que se trataba de un libro irreconciliable con la Biblia. O se creía en la Biblia o en la teoría de la evolución de las especies. O bien la fauna y la flora del planeta fueron creadas en seis días, en sus formas inmutables y por Dios, o fueron formándose a través de mutaciones graduales a lo largo de cientos de millones de años, sin un plan y sin intervención de ninguna inteligencia externa a ellos. O bien Dios era el gran creador de las formas perfectas de la vida o las formas de la vida eran un experimento azaroso, repleto de ensayos fatales, y Dios no existía.
La oposición de los dos relatos, el bíblico y el evolucionista, era clara, pero a últimas fechas se había convertido en una guerra cultural de odios desaforados. Los darwinistas, en su mayor parte jóvenes, querían suplir en las escuelas públicas el estudio de la Biblia por el estudio de El origen… Como réplica, los científicos religiosos y los sacerdotes exigían lo contrario, el retiro de las ideas darwinistas de la educación. ¿Qué pensaba Darwin mismo? La reina Victoria quería saberlo de sus propios labios.
La conversación ocurrió en 1882. Sus palabras exactas se han perdido, pero para reconstruirla se cuenta con las notas que una hija de Darwin tomó durante el encuentro, los párrafos donde Darwin en su autobiografía se expresa de la ciencia o la religión y las anotaciones que la reina hizo al margen de esa misma biografía. Y el asunto viene a cuento ahora que en México, 130 años después de esa conversación, resulta que está por reinstaurarse en las escuelas públicas y gratuitas la educación religiosa.
Eso ha sucedido así. Sigilosamente, pasando por abajo del radar de la atención pública, la Iglesia católica presentó el año pasado a la Cámara de Diputados la propuesta de integrar a la Constitución “el derecho a la libertad religiosa”. Sigilosamente, con una discreción de confabuladores, la inclusión de “la libertad religiosa” fue aprobada por 191 diputados de todos los partidos, incluyendo el partido mayor de la izquierda, el PRD, el 15 de diciembre, cuando los mexicanos nos preparábamos para partir a los destinos de nuestras vacaciones. Y sigilosamente de nuevo, mientras ocurre la veda de difusión de los candidatos presidenciables, en el Senado se prepara todo para que sea votada precisamente cuando estalle el ruido del arranque de la disputa electoral, y así la votación pase desapercibida.
Hay que anotarlo. La “libertad religiosa” es un término premeditadamente equívoco. En teoría concede a todas las religiones habidas el derecho a adoctrinar fuera de los templos, por ejemplo en los medios de comunicación y en las aulas del sistema de educación pública, pero traducida a la realidad implica que la Iglesia católica será su única beneficiaria. ¿Qué otra Iglesia puede en México colocar un sacerdote en cada escuela?
A menos que los senadores rechacen la enmienda constitucional, o incluyan en ella la exigencia de que cada alumno tenga la oferta real de estudiar religión con un cura, un rabino, un maestro zen, un pastor protestante o un humanista ateo, en la práctica la así llamada “libertad religiosa” supondrá que cada niño podrá optar entre ser adoctrinados cada mañana por un cura o ser el único, o casi el único, del salón que salga al patio de recreo en la hora de la doctrina.
Pero regresando al asunto de la incompatibilidad de una educación científica y una educación religiosa, regreso a la conversación de la reina Victoria y Charles Darwin. Darwin estaba encamado, con molestias atroces, y sin embargo se preocupó de darle a la reina una respuesta detallada.
Le explicó que él mismo había vivido en su propio cuerpo la batalla entre el relato bíblico y el relato evolucionista. A los 25 años prometió al Dios de la Biblia dedicar su vida “a desentrañar las leyes de su Creación perfecta”. Fue con sorpresa y espanto que al avanzar en sus observaciones de la Naturaleza se le volvió evidente la ausencia de una creación y de un creador. Tardó 20 años en redactar el penúltimo borrador de El origen…, y cuando lo hizo agregó un párrafo loando al creador del universo, para apaciguar a ese Dios en el que ya no creía pero cuya ausencia le aterrorizaba. Siete años de más investigaciones y más remordimientos transcurrieron hasta que redactó el texto publicable, y entonces, el rigor científico le impidió cualquier mención de Dios.
Y es que hay algo más, murmuró Darwin. Hay quienes quieren creer que el abismo entre la religión bíblica y la ciencia puede salvarse con la buena disposición. Que se puede creer en lo que la Biblia dice los domingos y en lo que la nueva biología dice el resto de la semana. Hay quien quiere poder ser religioso con el lóbulo izquierdo del cerebro y científico con el lóbulo derecho. Bueno, posible sí es, pero mi historia es de alguien que lo intentó y descubrió que hacerlo implica renunciar a la coherencia intelectual.
La religión no sólo relata la vida de otra forma, sino con otro método. La religión exige al acólito actos de fe. La ciencia le exige observación. La religión le pide que tome por reales seres y eventos imaginarios –ángeles, arcángeles, demonios, vírgenes que dan a luz, muertos que resucitan, trasmutaciones del agua en vino–. La ciencia le pide que destierre lo imaginario de sus explicaciones del mundo.
Es en esa distinción entre la educación religiosa y la educación científica que estaban pensando los legisladores mexicanos cuando en la Constitución de 1857 describieron a la educación deseable como “laica” y sentaron las bases para construir un sistema de escuelas públicas que le quitara a la Iglesia católica el monopolio de la docencia. Es en la misma distinción que los legisladores de 1946 pensaron cuando describieron en el artículo 3° de la Carta Magna a la ya operante educación pública como obligatoriamente “laica y científica”. Y es esta distinción la que los legisladores que actualmente están dispuestos a aprobar “el derecho a la libertad de religión” parecen desconocer, o quieren olvidar para amistarse con la Iglesia católica.
Imagínese ahora el lector la confusión que se avecina para los alumnos de primaria y secundaria de nuestro país si un cura, desde el mismo pizarrón donde aprenden biología contemporánea, les enseña de milagros, personas aladas, particiones súbitas del mar, y demás hechos imaginarios y no naturales. Imagínese el lector la esquizofrenia que se volverá parte del currículum educativo cuando un cura los examine sobre valores católicos como la abstención sexual excepto por motivos procreativos, el rechazo de la anticoncepción, el repudio a la diversidad sexual, la intolerancia ante otras religiones, mientras el programa de la Secretaría de Educación los entera de lo saludable de una vida sexuada y placentera, la oferta de métodos anticonceptivos, la diversidad ideológica y los derechos de las minorías.
La manera más sencilla de evitar tal esquizofrenia sería que los legisladores que se proponen agradar a la Iglesia aprobando la enmienda, se decidan de una vez también por tachar la palabra “científica” del artículo que versa sobre la educación pública. ¿Qué más da? Para estos laxos legisladores, no importa retroceder al siglo XVII, sino quedar bien hoy con el arzobispo de México, para que a su vez el arzobispo pueda recibir al Papa Benedicto XVI esta primavera con la buena nueva de que México se ha enganchado al vagón de la contrarreforma que recorre el continente.

La corrupción

El líder nacional priista, Pedro Joaquín Coldwell. Foto: Germán Canseco
El líder nacional priista, Pedro Joaquín Coldwell.
Foto: Germán Canseco
1.La corrupción existe en México. Hay que afirmarlo, así parezca candoroso, porque de forma interesada los que tienen la voz pública, los políticos, quieren convencernos que es un tema menor o subsidiario. “Parte de una guerra sucia con fines electorales”, dice el presidente del PRI esta semana, cuando un funcionario de un gobierno priista fue capturado con 25 millones de pesos en efectivo. Parte de una voluntad envenenada de populistas de izquierda, dicen los panistas, cuando la gente se indigna ante el costo desorbitado de la Estela de Luz.
2. Y es que la corrupción no empezó a erradicarse en el año 2000, cuando se inauguró la alternancia en México, como fabulan los políticos. Lo demuestran los últimos escándalos donde se han develado casos particulares, con montos extraordinarios de malversación de dinero público. Lo demostrarán los siguientes casos que el gobierno federal panista develará en esta guerra por la Presidencia.
Habría que preguntarles a los panistas: si ahora develan estos casos, ¿por qué ayer no?
3. Todos los mexicanos somos corruptos, supone uno de los mitos que nos paralizan en su erradicación. Octavio Paz pensó en el siglo pasado que la enfermedad nos venía de antiguo, lo que es cierto, y que los mexicanos la condonamos en otros porque la compartimos, lo que ha dejado de ser cierto. En realidad, la mayor parte de los mexicanos no podemos ser corruptos.
Aquellos que no trabajamos en el gobierno o en el crimen organizado, estamos sujetos a la rendición de cuentas de la empresa privada. Ninguna organización productiva podría subsistir con el saqueo sistemático que padece el gobierno. Ninguna organización laboral fuera del gobierno disculparía desfalcos de sus empleados.
4. A propósito: ¿dónde está la ganancia billonaria de Pemex de este último sexenio? El senador Manlio Fabio Beltrones suele aseverar que nunca en nuestra historia ha habido una ganancia mayor en Pemex, y suele luego afirmar que este gobierno debe dar cuenta de ella. Sorprende que lo declare en la prensa y no lleve el tema al Senado, donde tendría consecuencias legales.
5. Lo cierto es que sólo en nuestros tratos con el gobierno o el crimen los ciudadanos podemos, o estamos obligados, a transar. El Estado sigue siendo “el gran corruptor”. La expresión es del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, que conoció desde adentro los engranajes del sistema político.
6. La corrupción es excepcional y su monto, sumados todos los casos particulares, es despreciable. Este es otro mito que rodea a la corrupción y que nos cuentan también los políticos. En general, los ciudadanos suponemos lo contrario, la corrupción en el gobierno es la norma, su monto tiene consecuencias para la economía del país y lo que es excepcional es su develación.
Como la corrupción es encubierta, no hay números que la cifren y decidan qué percepción es más justa. Pero cada que el sistema político elige a un corrupto para exhibirlo y para que sea destrozado por la indignación ciudadana, atisbamos, como por una puerta entreabierta, los tamaños de los hurtos.
Humberto Moreira tomó parte o todo el monto de 33 mil millones de pesos del erario de Coahuila. De la Estela de Luz no son explicables 375 millones de pesos, según el Colegio Mexicano de Ingenieros Civiles. Según los abogados de su exesposa, el gobernador Arturo Montiel se enriqueció durante su mandato en el Estado de México con 600 millones de dólares.
7. El sistema político elige a corruptos para expulsarlos de su seno, no por razones legales o morales, sino siempre políticas, y luego no los juzga. Los señores del poder político, abren la puerta para expulsar a uno de ellos y mirar con regocijo cómo la opinión pública lo despedaza. Y luego lo que sigue es nada. Nada. Nada. No hay juicios donde el expulsado pueda limpiar su fama o ser condenado y castigado.
No es casual: la Justicia es el engranaje mayor que falta para que nuestro sistema político no sea corrupto.
8. La corrupción persiste hoy oculta bajo métodos sofisticadísimos. En su excelente libro, Los ricos del gobierno, recién editado, Luis Pazos describe parte del arsenal que hoy emplean los funcionarios para hurtar y traficar influencias. Me detengo en uno. La creación de empresas ficticias. Agrego tres más. La inflación de los precios de los terrenos donde los funcionarios deciden construir obra pública. La inflación de los costos de esas construcciones. La complicidad de funcionarios de todos los órdenes de gobierno con los supuestos interventores de la Secretaría de Hacienda.
9. Pero el costo al país de la corrupción es más que pecuniario, para empezar implica la distorsión de las decisiones de gobierno. Se decide lo que conviene al que decide, no a los muchos. Se vende el futuro del bien común en aras del bien de uno o unos cuantos. Reflexiónese sobre lo que ha costado a una generación de niños la ausencia de un proyecto educativo, dada la paralización del sector por un sindicato de maestros que pone y descarta secretarios de Educación. Reflexiónese otra vez sobre ese superávit petrolero. Tómese usted tres tequilas y siga reflexionando.
10. Para seguir, la corrupción tiene un costo al orden moral. Textualmente, la corrupción desmoraliza a la sociedad. Difumina los límites del bien y el mal. Vuelve a la ley negociable. Emborrona cualquier mérito o valor. La corrupción es una neblina moral que envenena la convivencia y abre la opción del reino de la ley del más fuerte.
El crimen que asuela al país no es sino el reclamo de otras clases, aparte de la clase política, de saquear lo ajeno y traficar con lo prohibido.
11. En todas partes del planeta hay corrupción, relata otro mito narrado para nuestro consuelo. Obligatoriamente lo cuentan quienes no han vivido en otras partes del planeta. La realidad es que una corrupción endémica, como la nuestra, solo ocurre en países no desarrollados. En países no desarrollados sí que sucede lo que en el nuestro. La corrupción impide la disolución de los monopolios, mantenidos a base de sobornos y extorsiones al gobierno. Impide los proyectos de educación verídicamente ambiciosos. Impide la inversión extranjera, ahuyentada por la falta de normatividad clara.
Vasos comunicantes, la corrupción y el no desarrollo suelen convivir.
12. En el tema de la corrupción, los políticos entre sí juegan damas chinas. Enrique Peña, candidato del PRI a la Presidencia, abraza a Mario Marín, exgobernador señalado por la prensa como corruptor sexual de menores y protector de traficantes de niñas para uso sexual, y a la semana lo palomea para ocupar una senaduría, por vía automática, sin el trámite de una votación pública, y donde gozará de fuero. Si se lo permite, es porque la infamia del acto se equilibra por otros actos infames de otros políticos. Por ejemplo, Andrés Manuel López Obrador, candidato de las Izquierdas, palomea esa misma semana a René Bejarano, asimismo exhibido por la prensa como ladrón de ligas y portafolios con dinero ajeno, para otra senaduría plurinominal, donde igual será amparado por el fuero.
13. Los ciudadanos queremos una democracia digna y con porvenir. Acaso por ello rehuimos las historias de pillos de cuello blanco y nos disponemos a escuchar, en la liza por la Presidencia, debates sobre ideas constructivas para el país. Nos engañamos sin embargo si ponemos el odioso, el sucio, el maloliente tema de la corrupción en una esquina de nuestra conciencia, y permitimos que los políticos lo omitan de la conversación democrática.
Ahí está esa suciedad, esa neblina moral, ese viejo perro cojo, con los colmillos igual de mordelones que hace un siglo. No exigir a los políticos que respondan sobre su parte en la corrupción, implica aceptar que nos merecemos seguir otro siglo sometidos a ella.

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