Siria: ¿principio del fin?
El inédito atentado de ayer en contra de las instalaciones de la
televisora oficialista de Siria, Al Ijbariya –con un saldo de siete muertos–,
los cruentos combates que han ocurrido en horas recientes entre las tropas
oficialistas y las milicias rebeldes a las afueras de Damasco y el reciente
reconocimiento por el presidente Bashar Assad de que su país enfrenta
un estado de guerra, y de que centrará todos los esfuerzos de su gobierno en ganarla, parecen los primeros estertores de un régimen asediado por la ofensiva rebelde –alentada y armada desde el extranjero– y por la presión internacional, y hacen pensar que el conflicto que se vive en la nación árabe ha alcanzado un punto de no retorno.
La circunstancia vivida en horas recientes en territorio sirio da cuenta del
inocultable fracaso de las gestiones realizadas por la Organización de Naciones
Unidas (ONU) y por su enviado especial, Kofi Annan, con el fin de lograr un alto
al fuego en la ensangrentada nación árabe. La razón fundamental de ese fracaso
es, además de la intransigencia y la barbarie de los bandos en pugna, la abierta
intromisión de las potencias occidentales en el conflicto en favor de los
opositores al gobierno de Damasco, y la parcialidad de la propia ONU, que no
pudo o no quiso desmarcarse de la aventura desestabilizadora emprendida por
Washington y Bruselas.
A estas alturas, cuando prácticamente se ha cancelado la perspectiva de una
solución negociada y, sobre todo, soberana en el conflicto sirio –como habría
sido deseable–, y cuando cobra fuerza la posibilidad de que en ese país se dé un
escenario similar al que se vivió en Libia –con el derrocamiento violento de
Muamar Kadafi y la posterior ola de violencia tribal en ese país norafricano–,
es necesario que los gobiernos del mundo centren sus esfuerzos en evitar un
derramamiento de sangre mayor al que se ha dado ya en Siria, y que demanden el
respeto y la observancia de todos los involucrados a las reglas mínimas que
deben imperar en los conflictos armados en cuanto al trato de civiles, grupos
vulnerables y prisioneros.
Semejante rumbo de acción es procedente y necesario: sin desconocer la
barbarie a la que han recurrido las fuerzas oficiales en Siria, el bando rebelde
al gobierno de Assad también ha incurrido en atrocidades graves –según ha
reconocido la propia ONU–, y la evidencia histórica sugiere que los
derrocamientos de regímenes de fuerzas rebeldes suelen estar acompañados de
venganzas políticas y personales del bando vencedor, por la multiplicación de la
violencia entre distintas facciones y, en general, por la continuidad en el
sufrimiento de la población indefensa.
Si la comunidad internacional fue incapaz de contribuir a construir una
solución pacífica para el conflicto sirio, lo menos que puede pedirse es que
emplee los recursos a su alcance para ayudar a que el escenario que parece
configurarse en ese país árabe sea lo menos doloroso y sangriento posible. Por
su parte, las sociedades deben rechazar tajantemente la participación actual y
futura de sus gobiernos en aventuras intervencionistas y desestabilizadoras,
como la que ha ensangrentado a Siria durante los meses pasados.
Ofensiva gringa al sur del río Bravo
Ángel Guerra Cabrera
La troglodita asonada parlamentaria que destituyó al presidente de
Paraguay Fernando Lugo viene a poner de relieve dos cuestiones muy importantes.
Una, Estados Unidos, cuya embajada en Asunción incubaba el derribo del
mandatario desde 2009, ha sido el diseñador, fabricante o cómplice de todos los
golpes de Estado contra los gobiernos democráticos latinoamericanos, aunque
últimamente los disfrace con ropajes distintos a los tradicionales. Cataloga de
amigos a los gobiernos salidos de las urnas sólo cuando se pliegan a sus
dictados y no llevan a cabo reformas que afecten sus intereses. Así lo
demuestran sólidas evidencias, cuya investigación debemos a una pléyade de
eminentes historiadores insuficientemente conocidos, como el argentino Gregorio
Selser.
Dos, esta tradicional conducta no ha sido modificada en lo esencial durante
la administración de Barack Obama, que no sólo ha continuado, sino profundizado,
la política de su antecesor respecto a nuestra región, persiguiendo los mismo
objetivos aunque utilizando el llamado poder
inteligente. Este conlleva, entre otros recursos, alianzas regionales de gobiernos derechistas, o efímeras y pragmáticas para ciertas coyunturas, cooptación de mandatarios que enarbolan posturas latinoamericanistas e intentos de dividir al bloque de gobiernos progresistas. Otro de sus componentes importantes es la infiltración de fuerzas populares a través de fundaciones y ONG yanquis y europeas o hasta la propia USAID, cuya expulsión de sus países recién acordaron los miembros de la Alba. De repente nos encontramos luchas sociales con demandas legítimas, usadas por la derecha con fines golpistas contra los mandatarios populares.
Con Bush o con Obama, presidentes que se oponen enérgicamente a las políticas
neoliberales han debido enfrentar intentos de golpes de Estado, llamémosles de
nueva generación, como en Venezuela –tres veces–, Bolivia –dos veces, el más
reciente aparentemente desactivado hace unas horas– y Ecuador –una. Contra los
presidentes patriotas y latinoamericanistas de Honduras y Paraguay los golpes
triunfaron dada la fortaleza política y militar de la derecha comparada con la
debilidad de sus movimientos populares no suficientemente articulados, aunque
existen diferencias entre ambas situaciones. Zelaya tenía un equipo de
colaboradores cualitativamente superior al de Lugo y su combatividad, anterior y
posterior al golpe, estimuló la forja de un ejemplar movimiento de resistencia.
En cambio, Lugo optó por hacer concesiones a la jurásica derecha paraguaya
pensando tal vez que así podría evitar su derrocamiento. No obstante, el pueblo
lo sigue llamando presidente y clama por verlo al frente de la
resistencia.
Ahora bien, es conveniente recordar que Hugo Chávez, como Evo Morales, Rafael
Correa y antes Salvador Allende, ya desde que eran candidatos tuvieron que
vencer feroces campañas de calumnias y maquinaciones orquestadas por Estados
Unidos y las oligarquías con la proverbial complicidad de los consorcios
mediáticos. Evo pudo conquistar su primer mandato por la copiosa votación a su
favor, pues hubo muchas evidencias de fraude electoral. La misma receta se
aplica y aplicará en nuestra región contra cualquier candidato que se proponga
cambiar, aunque sea moderadamente, el modelo neoliberal. Y si no es posible
frenar su ascenso a la presidencia, Washington y la oligarquía no le darán un
minuto de tregua a partir del momento en que se anuncie su victoria, como viene
haciendo con los líderes mencionados. Es también el caso de Cristina Fernández
de Kirchner, sometida a una intensa guerra sucia, antes y después de su
primera elección, por los consorcios Clarín, La Nación y sus socios
continentales, y a los intentos de golpe rural primero, y ahora camionero,
lanzados por extrañas alianzas que unen a latifundistas, exportadores, sectores
medios culturalmente colonizados, la liliputiense izquierda gorila y los
resentidos de turno.
Conviene profundizar en lo que une estos hechos entre sí y a su vez con otros
como el ataque a Ecuador de 2008, la restauración de la Cuarta Flota y la red de
dispositivos militares y acuerdos de seguridad tipo Plan Colombia sembrados por
Washington desde el mismo sur del río Bravo a lo largo de América Latina y el
Caribe (alainet.org/active/45135).
Se trata de una ofensiva para acabar con los gobiernos que se oponen a las
políticas neoliberales y al saqueo de sus recursos cuando el hundimiento
económico del imperio lo empuja a conquistarlos como sea.
Twitter: @aguerraguerra
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