Alianza Social de Trabajadores de la Industria Mexicana

jueves, 23 de agosto de 2012

San Fernando: la sangrienta travesía que conmovió al mundo

San Fernando: la sangrienta travesía que conmovió al mundo


El hallazgo de los cuerpos de migrantes de San Fernando, Tamaulipas. Foto: El Universal
El hallazgo de los cuerpos de migrantes de San Fernando, Tamaulipas.
Foto: El Universal
Hace dos años tuvo lugar una matanza que conmovió al país y al mundo. En un rancho abandonado del municipio tamaulipeco de San Fernando Los Zetas asesinaron a 72 migrantes. Hombres y mujeres (una de ellas menor de edad) que se negaron a colaborar con la mafia fueron ametrallados ahí, a pocos kilómetros de la frontera que querían alcanzar para escapar de la miseria.
SAN FERNANDO, TAMPS. (Proceso).- En Pasaquina, El Salvador, hubo dos vidas que corrieron paralelas y no se unieron sino hasta el final: Yedmi Victoria Castro y Francisco Antonio Blanco, nacidos con 15 años de diferencia.
Ella, una quinceañera con ganas de estudiar medicina. Él, un treintañero en busca del sustento para su esposa y sus hijos. Ambos emprendieron un viaje que terminó en este municipio, donde fueron asesinados junto con otros 70 centroamericanos en agosto de 2010.
Fue la ejecución masiva que destapó “la cloaca del abuso contra los migrantes, aunque esas masacres se venían dando desde meses antes”, asegura el psicólogo Alberto Xicoténcatl, director del albergue saltillense Belén, Posada del Migrante.
Yedmi y Toñito (como lo llamaban) vivían en el departamento de Pasaquina, cerca de la frontera con Honduras. Ella en Peñitas y él en El Tablón, caseríos donde campean la miseria y el abandono.
Ella vivía con sus abuelos, cursaba tercero de secundaria e iba a Nueva York a reunirse con su madre, Mariluz Castro. Yedmi acababa de celebrar su fiesta de 15 años. Un veinteañero llegado de Nicaragua la cortejaba y pretendía llevarla a vivir con él. Cuando su madre supo esto decidió que su hija se reuniera con ella.
Toñito quería jugar futbol con sus hijos e inculcarles el fervor por el Barcelona, pero la pobreza lo asfixiaba y decidió emigrar.
Él y la madre de Yedmi buscaron los servicios de un coyote y se comprometieron a pagar siete mil dólares, la mitad por adelantado y el resto al llegar a Estados Unidos, dos o tres semanas después, con garantía de tres intentos.
“En El Salvador hay tres formas de migrar. La más segura cuesta cerca de 20 mil dólares; el viajero llega en avión a un aeropuerto privado de Estados Unidos”, explica Edu Ponces, experto en el fenómeno migratorio centroamericano.
La mayoría de los 500 mil centroamericanos que cada año cruzan México eligen lo más barato: La Bestia, el tren carguero donde la delincuencia organizada asalta, viola, secuestra y mata.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México documentó 9 mil 758 secuestros en seis meses, de septiembre de 2008 a febrero de 2009, pero se estima que sumando la “cifra negra” (los no denunciados) pueden ser hasta 18 mil al año, unos 50 diarios.
Hay otra opción. Cuesta de 6 mil a 8 mil dólares por persona y consiste en viajar por carretera desde Tapachula o Tenosique por la costa del golfo hasta la frontera norte. Son poco más de dos mil kilómetros plagados de policías y delincuentes que no pocas veces trabajan juntos para extorsionar a los viajeros, por cada uno de los cuales obtienen de 500 a 5 mil dólares.
Yedmi y Toñito viajaron así, en camiones de carga, ocultos entre mercancía o en autobuses haciéndose pasar por pasajeros comunes con camisetas de equipos mexicanos de futbol. Cuando les anunciaron que estaban entrando a Tamaulipas la menor se comunicó a Peñitas.
“Me llamó aquí a la escuela una mañana. Me dijo: ‘Ya falta poco para llegar, vamos muy bien, vamos viajando con un montón de gente’ y yo le dije que qué bueno, que con el favor de Dios iban a llegar bien”, cuenta Aracely Flores, directora de la escuela de Peñitas.
En el trayecto Tampico-Reynosa Yedmi y Toñito iban con otros 70 centro y sudamericanos distribuidos en dos camiones de carga. Algunos de ellos habían desembolsado hasta 10 mil dólares para llegar a la frontera. Pensaban que así viajaban más seguros.
La ruta más corta era por la carretera federal 101, que atraviesa el municipio de San Fernando. Hacia ese lugar se dirigían los dos camiones.
“Nudo carretero”
Durante casi todo 2010 el municipio de San Fernando había sufrido por los constantes enfrentamientos entre zetas y miembros del Cártel del Golfo.
Este apartado poblado, dice a este semanario el general Miguel Ángel González, comandante de la Octava Zona Militar con sede en Tamaulipas, tiene gran importancia pues “es un nudo donde confluyen varias carreteras” estratégicas para el trasiego de drogas.
Además de las carreteras y autopistas la región está conectada por decenas de caminos vecinales además de brechas que sólo conocen sus pobladores; esos caminos forman una gran cuadrícula que lleva a las ciudades de la frontera tamaulipeca.
A pesar de su privilegiada ubicación San Fernando es una región desatendida, afectada por continuas sequías que merman la actividad agropecuaria, sin empresas que generen empleos y con el comercio afectado por la violencia. Los grandes negocios se fueron del pueblo que años atrás era un lugar bullicioso, atractivo para el turismo por su cercanía con la Laguna Madre. Ahora es un pueblo donde se respira miedo.
“La falta de oportunidades obligó a los jóvenes de la región a involucrase con la delincuencia organizada”, cuenta un hombre maduro quien pide no revelar su nombre.
En contraste, la próspera actividad de la delincuencia organizada necesita un “ejército”: además del tráfico de drogas se ocupa de la extorsión, el secuestro, el robo de gasolina a gran escala, el control de la piratería, los giros negros y el robo de vehículos.
Tras el rompimiento de los antiguos aliados la plaza estuvo varios meses en disputa.
“Eso fue lo que hizo que en la región se recrudecieran los enfrentamientos y se viera afectada la población… los cárteles cobraban piso, afectaban áreas de la producción y obligaban a los negocios a cerrar. San Fernando tiene producción pesquera, pero a los pescadores les cobraban piso. También se vio afectada la producción de sorgo”, enfatiza el general González.
La narcoguerra hizo que el pueblo se dividiera. Vecinos, amigos y hasta familiares se denunciaban pero no ante las autoridades sino ante el cártel rival. Las mafias marcaban su territorio e imponían controles. Colocaron retenes e “incluso clonaban uniformes militares”, así que no se podía confiar ni en los tradicionales puestos de revisión del Ejército.
Al final Los Zetas tomaron el control e impusieron sus reglas. Los altos mandos del grupo, Heriberto Lazcano, El Lazca y Miguel Treviño Morales, Z-40, nombraron a Salvador Alfonso Martínez Escobedo, La Ardilla, jefe de la región.
Éste a su vez nombró a un exsoldado, Édgar Huerta Montiel, El Wache, lugarteniente para San Fernando junto con Martín Omar Estrada Luna, El Kilo, quien en la práctica fungía como jefe de la plaza.
El Kilo es uno de los mejores ejemplos del nuevo rostro de la barbarie que ahora caracterizan a los narcos mexicanos. Nació en México pero vivió en Estados Unidos. Sus primeras “escuelas” fueron las pandillas del norte de California, entre ellas la de Los Norteños. También radicó en el pequeño pueblo de Tieton, estado de Washington.
A finales de los noventa cayó preso acusado de allanamiento y portación de armas. La policía lo catalogó como “narcisista y extremadamente violento”. Fue deportado por primera vez en 1998. Luego regresó, fue recapturado y lo metieron a una cárcel donde ayudó a escapar a cuatro reos aunque él mismo, por su tamaño y su peso de casi 100 kilos, no logró fugarse por el agujero que abrieron en el techo de la prisión. Otra vez lo deportaron.
Se fue a Tamaulipas, donde tenía familiares. Ahí fue reclutado por Los Zetas como burro (llevando la droga que introducían por la Laguna Madre a la frontera con Estados Unidos). Tras un año tuvo un rápido acenso debido a la detención de varios jefes zetas y la muerte de otros. Pronto se convirtió en el jefe de una red de distribución de drogas en las calles de Reynosa.
Desde su llegada a San Fernando, Estrada se dejó ver armado por todos los rincones del pueblo. Se bajaba de su vehículo con su arma a comprar en las tiendas de la plaza principal, donde está la Presidencia Municipal.
Tenía en su nómina a 20 de los 34 policías de San Fernando. Entre otras medidas ordenó un “toque de queda” que obligaba a la gente a meterse a sus casas a la nueve de la noche. También formó un ejército de jovencitas que se desempeñaban como “guardias”.
La estricta vigilancia y los controles que se impusieron eran para que “los golfos” no entraran a recuperar la plaza. Los Zetas sabían que desde principios de 2010 el Cártel del Golfo había acordado una alianza con Sinaloa para eliminarlos.
Las estrictas medidas incluyeron que El Kilo revisara todos los autobuses que llegan al municipio.
“Todos los días llegaba un autobús y todos los días bajaban a la gente para investigarla, para saber de donde venían. Se les revisaban los mensajes de los celulares. A la gente que no estaba relacionada se le dejaba ir. A los otros los matábamos”, dijo El Wache interrogado por la Policía Federal.
Desde su paranoica visión todos los hombres jóvenes que se dirigían a la frontera podrían ser reclutados por el cártel rival. El Wache confesó que mataron a los 72 migrantes centroamericanos por órdenes de Lazcano ya que pensaban que “iban para el Metro 3”, el jefe del cártel del Golfo en Reynosa.
Final del camino
La tarde del 22 de agosto de 2010 los dos camiones de carga circulaban por la carretera 101. Unos 15 kilómetros al norte de San Fernando murieron las ilusiones de los migrantes y comenzó su pesadilla: se toparon con tres vehículos que bloqueaba la carretera a bordo de los cuales había hombres armados y con el rostro cubierto.
“Somos zetas”, se identificaron y les pidieron a los migrantes que bajaran del camión. Luego los trasladaron en camionetas a la bodega de un rancho abandonado. Ahí los 58 hombres y 14 mujeres fueron bajados, amordazados y colocados contra las paredes de la bodega. Primero los interrogaron para conocer su procedencia y a qué se dedicaban. Negaron servir al Cártel del Golfo.
Sus captores los querían obligar a que trabajaran para ellos pero los migrantes rechazaron la oferta. Ante la negativa, los acostaron en el piso con la cabeza agachada. Le exigieron que no voltearan para posteriormente dispararles ráfagas de fusiles de asalto. Para asegurarse de que nadie quedara vivo, les dieron el tiro de gracia.
Un ecuatoriano que no fue alcanzado por las ráfagas y a quien el tiro de gracia le penetró cerca del cuello y le salió por la mandíbula se fingió muerto y esperó hasta que los verdugos se fueron. Salió del rancho y caminó casi 22 kilómetros hasta encontrar a unos marinos a quienes pidió ayuda.
“La masacre fue hace poco”, les dijo, pero no le creyeron.
El incidente se reportó a los superiores, quienes ordenaron un reconocimiento aéreo de la zona. Por la tarde, cuando el helicóptero de la Armada volaba cerca de la bodega fueron atacado por los delincuentes que regresaban para deshacerse de los cadáveres.
Empezaba a anochecer ese 23 de agosto y los marinos se replegaron a Matamoros; pero volvieron al rancho con refuerzos el día 24. Ahí hallaron los 72 cadáveres.
Luego de descubrirse el asesinato de los migrantes, El Kilo y su “estado mayor” huyeron. Se refugiaron en Ciudad Victoria. No obstante ahí fue detenido junto con 11 cómplices el 14 de abril de 2010. Dos meses después capturaron a Huerta Montiel en Fresnillo.
Los autores intelectuales de la matanza siguen libres: La Ardilla y los dos líderes zetas, El Lazca y Z-40, quienes ordenaron los asesinatos.
Yedmi y Toñito volvieron a Pasaquina en septiembre de 2010 en ataúdes envueltos con la bandera salvadoreña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario