Sierra Tarahumara: El narco, historias de terror
Los fantasmas de la Sierra Tarahumara.
Foto: Ricardo Ruíz
Foto: Ricardo Ruíz
CHIHUAHUA, Chih., 26 de julio (apro).- Las historias de terror en el
municipio de Guadalupe y Calvo, localizado en plena Sierra Tarahumara, se
repiten día a día, sin que las autoridades municipales, estatales y federales
tomen cartas en el asunto.
En la comunidad El Ojito, por ejemplo, un comando ejecutó el pasado miércoles
26 a un joven de 27 años de edad. La víctima, Saúl Martínez Rodríguez, fue
decapitado frente a sus familiares.
Antes de degollarlo, los asesinos le hicieron una herida en el tórax de
aproximadamente 40 centímetros. Un shock hipovolémico fue la causa de su muerte,
según la Fiscalía Zona Sur.
En Guadalupe y Calvo la violencia es pan de cada día. La última semana de
junio pasado, el grupo armado que domina la cabecera municipal despojó de sus
armas a los agentes municipales y les exigió 10 mil pesos para
regresárselas.
No conformes con esa acción, el día 29 un comando degolló a un hombre frente
al hospital.
En entrevista, el alcalde José Rubén Gutiérrez Lorea reconoció que hay hechos
violentos en su localidad, pero nada diferente de lo que sucede en otras partes
del país, dijo.
El día de las elecciones, el pasado domingo 1, integrantes de un grupo
delictivo amenazaron a funcionarios de una casilla de la comunidad de Tohayana,
y casi tres meses antes de que se realizaran los comicios, 34 hombres fueron
asesinados en esa región.
Gutiérrez Acosta dice que se enteró de que algo había sucedido en la
Tohayana, pero no reconoció los asesinatos.
“Sí, dijeron que hubo una agarre allá, pero hace más de un mes. Ni hay tanta
gente allá, la mayoría se ha ido para el otro municipio del otro estado
(Sinaloa), ahorita quedan ya como unas dos familias, eso dicen”.
Aseguró que el Ejército hace recorridos y la situación se ha tranquilizado,
aunque los pobladores opinan lo contrario.
El miedo ha obligado a la gente de la comunidad a encerrarse todos los días
en sus casas y los fines de semana prefieren salir de Guadalupe y Calvo.
En los últimos meses la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) ha
insistido en la necesidad de investigar lo que sucede en ese municipio,
colindante con el estado de Sinaloa.
En varias ocasiones, el visitador de la CEDH en Parral, Víctor Horta
Martínez, ha pedido que los agentes municipales sean equipados con armamento,
pero hasta ahora las autoridades del lugar no han dado una respuesta. Son 60
agentes distribuidos en tres turnos en la cabecera municipal y algunos más en
los seccionales.
El presidente de la CEDH, José Luis Armendáriz González, admite que la
violencia en el municipio ha incrementado la saña y se ha naturalizado.
Los grupos delictivos, dice, tienen enfrentamientos constantes en las
poblaciones, pero es difícil registrar los homicidios o desapariciones porque
ellos mismos se llevan a las víctimas por diferentes motivos. No quieren llamar
la atención de corporaciones policiacas, asegura, para continuar campeando en la
impunidad sin que el Ejército o las policías estatal y federal, se vean
obligadas a reforzar la vigilancia.
Uno de los militares que ha trabajado en aquella zona ubicada al sur del
estado de Chihuahua, asegura que si bien han logrado decomisar droga, armas y
aprehender a delincuentes, su trabajo –afirma– es casi igual al de los
barrenderos: “has de cuenta que vas barriendo y alguien viene atrás de ti
echando más basura”.
Indica que la actividad del narcotráfico es parte de la vida cotidiana de los
pobladores. Por ejemplo, detalla, los niños y mujeres indígenas son contratados
para trabajar en la siembra y cosecha de amapola, porque son expertos jornaleros
para limpiar ese tipo de cultivos, como el de la manzana, chile, cebolla,
etcétera.
Los hombres indígenas se dedican a labores más rudas, como la cosecha de
mariguana, que para ellos es un trabajo más, ya que no se involucran en la
delincuencia organizada porque son “nómadas” y no están acostumbrados a trabajar
en empresas establecidas, por lo tanto van de trabajo en trabajo, de temporal en
temporal.
Historias de terror
En la cabecera municipal los habitantes han convertido sus casas en
“tanquetas” y viven con la incertidumbre de ver en cualquier momento y a
cualquier hora la llegada de hombres armados, encapuchados o no, para
enfrentarse entre sí o con gente del pueblo.
Los fines de semana, maestros, personal médico y particulares salen del
pueblo, porque en esos días se acentúa la violencia.
“Cuando regresamos, nos encontramos con que hubo muertos, levantados,
secuestros. Los rescates allá se piden en millones, por lo general son 5
millones. La gente se mueve para conseguirlos, es muy común que trabajen la
goma, la venden y la revenden y sale el dinero”, explica uno de los maestros del
pueblo.
Las reuniones para festejar los cumpleaños son a puerta cerrada y a temprana
hora. “Es tanta la psicosis que cierras la puerta, y si tocan no abres ni
preguntas quien es, hasta que escuchas la voz de quien toca, o si te visitan
tienen que hablarte antes por teléfono para avisarte. Las escuelas están
cerradas siempre, los niños salen al recreo solamente y no se entregan hasta que
lleguen los papás. Sólo unos están autorizados para irse solos porque viven
cerca”, subraya.
Según el profesor, más de la mitad de los alumnos de una de las primarias son
niños huérfanos de padre o de madre. Incluso hay grupos en los que de 23
alumnos, 18 son huérfanos, debido a que las mujeres por lo general son
asesinadas por ser pareja de hombres que están involucrados con grupos
delictivos, apunta.
En Guadalupe y Calvo la comunidad indígena es de la etnia tepehuana, casi la
mitad de la población. Hay un albergue católico al que llegan muchos de esos
indígenas y también comunidad mestiza. En ese albergue atienden a niñas que han
sido violadas, abusadas, abandonadas o maltratadas y que tienen fuertes secuelas
psicológicas.
El albergue cuenta con esquema de tiempo completo y es financiado por un
patronato y por la Fundación del Empresariado Chihuahuense, pero los esfuerzos
efectivos son de la misma comunidad, maestros y médicos.
“Vale la pena permanecer porque ves que sí haces el cambio, que se puede
hacer algo con los niños”, asegura el profesor entrevistado.
“Todos saben quién vende y quién consume (mariguana). El problema ahorita es
que se supone que gente que estaba desde siempre era de El Chapo. Hace como un
año y medio o dos años detuvieron a un señor que le decían El Mochomo, todavía
está en la cárcel, y como no lo han sacado su gente se les volteó y andan
matando a la gente de El Chapo (Joaquín Guzmán Loera)”, dice.
Recuerda la masacre de hace tres meses en Tohayana, que por cierto, afirma,
no trascendió a los medios de comunicación. Luego de que los mataron, añade,
enviaron el aviso al pueblo: si no se calman habrá más muertos. El pasado
domingo 22 mataron a seis y el miércoles 25 a cinco, también en la cabecera
municipal.
“Son muy sanguinarias las muertes, los torturan, decapitan, cercenan. Los
balazos que se escuchan son por arriba de los cien disparos, a veces no duran
mucho tiempo en horas, pero sí son más seguidas. Para ir a El Vergel, por
ejemplo, Guadalupe y Calvo es paso obligado para llegar, y allá la gente es de
otro grupo delictivo, y cuando pasan para allá se arma la balacera”.
El coordinador del Instituto Chihuahuense de Educación para Adultos en esa
región, Héctor Jáurgui, atropelló a un hombre hace un mes en la cabecera
municipal. El mismo profesor llevó al herido al hospital, pero horas más tarde
falleció.
El hombre atropellado era papá de uno de los sicarios del pueblo, quien
obligó a la policía a detener al conductor y entregárselo.
“Es tanto el descaro que lo mataron delante de muchos testigos que escucharon
que cuando lo iban a matar, él decía que no lo hicieran porque tenía familia”,
cuenta el maestro.
La CEDH recibió la queja del caso y el visitador Víctor Manuel Horta dio a
conocer que por orden de la Fiscalía, todo funcionario que viaje a Guadalupe y
Calvo deberá hacerlo con seguridad, ya que varios han sido asesinados durante
los últimos meses.
El fiscal de la Zona Sur, David Flores Carrete, señaló que la actuación de la
Dirección de Seguridad Pública Municipal en Guadalupe y Calvo puso en duda su
propio trabajo con su actuación.
En la cabecera municipal, tres camionetas que con frecuencia recorren el
lugar son identificadas por la gente del poblado como un grupo que llegó de
Sinaloa desde hace poco tiempo. Viajan encapuchados, con vestimenta militar y
cuernos de chivo.
“Son jóvenes, otros andan con el rostro descubierto, a toda hora. Antes tú
sabías quienes eran los malvivientes, sabes quien vende droga y quien la
consume, pero ahora no respetan a nadie, se ha vuelto más sanguinario todo”,
subraya el entrevistado.
Huyen por inseguridad
Decenas de médicos y enfermeras del municipio han huido en el último un año y
medio debido a que fueron dañados por la violencia directamente.
Desde 2010, los médicos del hospital Regional de la Secretaría de Salud del
gobierno del estado han vivido momentos de terror cuando les ha tocado atender a
heridos por proyectiles de arma de fuego que pertenecen a uno u otro grupo.
Por ejemplo, un matrimonio de médicos –él pediatra y ella internista– tuvo
que irse del hospital hace tres meses porque atentaron contra uno de ellos en el
camino a El Ocote, y a su hija de ocho años la sacaron del lugar porque fue
amenazada de secuestro. Pidieron su cambio por la situación de su hija, pero
sólo les dieron un permiso de seis meses para arreglar su situación.
La mayoría de los médicos que arriban al lugar lo hacen por su servicio
social o internado, y cuando concluyen deciden quedarse ahí porque ven las
necesidades y la bondad de la gente que los necesita. Sin embargo, la situación
de violencia los ha obligado a irse, incluso con su antigüedad de 10 a 20 años.
Son médicos originarios de Puebla, Guerrero, Baja California, Distrito Federal,
Sonora y Chiapas, Jalisco y Chihuahua.
“No hay quien quiera irse ya a la sierra”, dicen dos médicos que salieron de
la comunidad. Uno dejó el hospital hace un año y medio y el otro hace unos
meses.
Según los galenos, por lo menos en tres ocasiones han ingresado al hospital
grupos armados para ir por un paciente y asesinarlo.
En diciembre de 2010, a la una de la mañana, llegaron personas a preguntar a
una enfermera por un paciente. Cuando les indicó dónde se encontraba, lo
acuchillaron. Cuando los sicarios salieron de la habitación, la enfermera se
encontró frente a frente con ellos. Eran jóvenes entre 18 y 20 años, quienes la
amenazaron con un cuchillo.
Una semana después, en fin de año, un grupo armado ingresó al hospital. Una
de las enfermeras que estaba de guardia fue interceptada y amenazada por los
“familiares” de la víctima de un paciente para que les dijera dónde se
encontraba éste. Se llevaron al herido y lo asesinaron a un kilómetro del
nosocomio.
La enfermera fue trasladada por seis meses a un hospital de la capital, para
recibir tratamiento por estrés postraumático. Al vencer ese periodo, solicitó un
permiso para no regresar, debido a que está amenazada.
El Sindicato de Trabajadores de Salud le pidió no presentar denuncias.
En otra ocasión, al iniciar 2011, llegó un herido por arma de fuego al
hospital y la esposa pidió protección porque no lo podían trasladar. En el
nosocomio le indicaron que no podían darle seguridad.
“La familia llevó a mucha gente armada, estuvieron en el hospital como 36
horas. El ambiente estaba muy tenso. Eran como ocho personas en los pasillos y
había más en el estacionamiento y en la barda”, relata una de las doctoras.
Médicos y enfermeras tuvieron que hacer frente a la situación todo ese
tiempo. El director llegó luego de varias horas “y les dijo a los hombres
armados: ‘pórtense bien muchachos, porque luego los doctores no van a querer
atenderlos”.
El Ejército llegó cuando los hombres ya se habían ido. Los militares
interrogaron a los médicos, pidieron hablar con el paciente y con el director.
“El problema es que hubo un rumor de que los médicos habíamos avisado a los
militares y temíamos que tomaran represalias”, dice.
El 12 de septiembre de 2011 ingresó al hospital otro comando y ejecutó a un
hombre de 33 años que apenas había ingresado, herido por arma de fuego.
Los hombres armados lo siguieron hasta el área de urgencias, lo mataron y se
marcharon. El personal quedó en shock, pero tampoco hubo cambios de plazas.
Policías desamparados
El 19 de mayo último asesinaron al director de Seguridad Pública de Guadalupe
y Calvo, Eleazar Salas Martínez. Esa tarde salió con uno de los agentes
policiacos hacia un lugar al que lo habían citado, según la declaración del
policía que sobrevivió.
Cuando llegaron a una hacienda, varios hombres armados y encapuchados los
‘levantaron’, les vendaron los ojos con cinta y se los llevaron a un lugar
despoblado. El agente escuchó varios disparos y luego de unos minutos se destapó
los ojos y vio que ya no había nadie, declaró.
El comandante tenía 36 años y dejó niños pequeños. No tenía seguro de vida ni
seguridad social, tampoco firmaba recibos de nómina y estaba registrado con un
subsueldo ante el Ayuntamiento. La esposa recibirá el apoyo del Fideicomiso para
la Atención de Víctimas de la Delincuencia. Nada más.
La semana pasada asesinaron al policía que sobrevivió en aquel atentado. Iba acompañado de su hermano y su sobrino, quienes también fueron ejecutados.
La semana pasada asesinaron al policía que sobrevivió en aquel atentado. Iba acompañado de su hermano y su sobrino, quienes también fueron ejecutados.
Para los habitantes de Guadalupe y Calvo, el mismo agente fue quien “puso” a
su jefe para que lo asesinaran.
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