UNA GUERRA SIN SENTIDO
RENE GONZALEZ DE LA VEGA
Procurador del Distrito Federal y subprocurador general de la República en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el jurista René González de la Vega sostiene en este análisis que la guerra declarada por el gobierno de Felipe Calderón contra el narcotráfico es una costosa estrategia de manipulación hacia los mexicanos, “una mera escenificación del gran teatro político que se justificó en un momento de debilidad gubernamental”. González de la Vega es egresado de la UNAM y doctor en derecho, miembro de número de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y autor de 20 obras en la materia. Catedrático del Instituto Nacional de Ciencias Penales desde su fundación en 1976 –centro de estudios y de investigación que en 2011 le concedió un doctorado honoris causa–, fue sin embargo excluido de su planta docente poco después de manifestar que Calderón podría ser enjuiciado por delitos contra la humanidad, en una entrevista publicada en la edición 1804 de Proceso.
Rcuerdo que en mis años de adolescencia acudí algunas veces a observar con cierta fascinación las filmaciones de westerns que se hacían por la zona de Chupaderos, cerca de la ciudad de Durango, tierra de mis mayores. Para mí –como para muchos otros– resultaba una verdad sabida que en las persecuciones entre vaqueros –los que vivían dentro de la ley– y cuatreros, siempre el caballo del bueno –sin fallar una sola vez– alcanzaba a galope tendido al caballo del malo, lo que permitía a aquél someterlo y entregarlo a la justicia. Mi padre me decía que era contraintuitivo o contra sentido pensar que había una relación directa entre la velocidad del caballo y la calidad moral del jinete. Con los años entendí que tenía toda la razón; nada tiene que ver una cosa con la otra.
Ya pasados los años acudí a la representación de una obra del teatro clásico en la que se valían de los artefactos o artilugios que utilizaron los antiguos griegos para montar sus obras escénicas, con el propósito de darle más realismo al montaje moderno. Durante el desarrollo de la pieza una grúa de madera, ubicada fuera del proscenio, levantaba a un actor que personificaba a un dios y elevándolo por las alturas, giraba y lo depositaba en el centro del escenario, como si viniera de arriba, seguramente del Olimpo. A ese efecto se le conoció más tarde como deus ex machina y significa, hoy en día, una incongruencia o falta de coherencia en la trama de la narración; estamos hablando de esos efectos tan manidos por autores y coreógrafos para introducir un factor inexplicable al hilo conductor y que logra fracturar la lógica interna de la secuencia; el abuso o la torpeza en el uso del recurso, dada su calidad externa, puede romper con una buena trama y el público muestra su descontento o desconcierto.
¿Cuántas veces nos pasó en las que disfrutando de un western veíamos azorados que unos pocos vaqueros luchaban a brazo partido –escudándose con un carromato volteado– contra una partida de indios que los asediaban con gritos y disparos, cabalgando frenéticos en derredor de ese grupo heroico que se defendía como podía y se sabía condenado a muerte? De pronto, de la nada, sin aviso previo, se escuchaba el clarín de la caballería –tal vez el séptimo de Custer– que se aproximaba exuberante por la pradera, para apoyar a sus compañeros. Seguramente, metidos de lleno en esa narración, celebrábamos la salvación espontánea e inesperada de los vaqueros de aquel ataque de los indios, pero siempre quedaba la pregunta: ¿Cómo fue?
Ambos circunstantes, el “caballo del bueno” y la cuestión del deus ex machina, rondan estos días mis pensamientos cuando leo y vuelvo a leer las noticias sobre la violencia en México. Hay quienes piensan y aseguran que el caballo de Calderón –dadas las virtudes morales de su jinete– es más rápido que el de los narcotraficantes; ese es un pensamiento contraintuitivo o carente de sentido. Hay quienes vemos en esa guerra desatada por el gobierno federal contra la delincuencia organizada –que ya cuenta bajas en todos los bandos posibles y por decenas de miles– una mera escenificación del gran teatro político que se justificó en un momento de debilidad gubernamental (2006) y se estimó necesaria para incrementar la legitimación –o sea, la gobernabilidad– del poder político. Al inicio (2006) se pensó en el viejo recurso del deus ex machina y se calculó que con un aumento de fuerza y de aparatos de guerra en la confrontación bastaría para vencer y salir airosos del problema. El “dios surgido de la máquina” bélica no funcionó como se esperaba. Ahora (2012) vivimos en el centro de una avalancha incontenible de violencia y ¡ay!, se perdió la gobernabilidad y con ello la ansiada legitimidad. Haber confiado en el recurso clásico del “dios surgido de la máquina” es un pensamiento contraintuitivo. En el centro de esta guerra, ya acosados por todos los frentes, no escuchamos ese clarín de guerra salvador ni aparece la caballería en nuestro auxilio. El Plan Mérida se concibió (2008) muy probablemente como ese factor externo que nos redimiría y lamentablemente no llegó (2012) ni llegará, al menos como se esperaba. Ese pensamiento también es contraintuitivo o sin sentido alguno.
Muchos, ante las noticias de la guerra contra el narcotráfico y todas sus demás vertientes delictivas, y ante la propaganda gubernamental manipulada para hacernos creer que en verdad hay relación directa entre eficacia del mundo causal y sentido moral de las personas, y que hay –además– un dios que emergerá de la máquina de guerra, nos mostramos auténticamente escépticos. Nos sentimos muchos –eso sí– manipulados, y vemos el terror, mientras tanto, en los rostros mexicanos. ¿Algún día terminará esta guerra? ¿Quién la gana y quién la pierde? ¿Hay alguna estrategia de guerra, o sólo nos movemos reactivamente? ¿La guerra era inminente o fue creada? Hay muchas más preguntas en el ambiente.
Se antoja necesario un análisis, aun breve y nunca completo, de todo esto que nos pasa para así, tal vez, estar en condiciones de comprender y asumir respuestas, no sólo acciones. La primera cuestión que nos asalta en nuestras cavilaciones, por razón de terror y de un mínimo de compasión humana, es la cuestión de los muertos como causa directa de esa guerra de las Fuerzas Armadas contra la delincuencia organizada. Esa manipulación propagandística indica que los caídos –mayoritariamente– eran delincuentes, por tanto se lo merecían; o bien, puede asumirse que “algo” malo tendrían o hacían y, por tanto, los asesinaron –hay “merecimientos” para ello, se insiste–. Los “daños colaterales”, como se denominan a los probables inocentes muertos en las refriegas o sin ellas, y sólo por estar en el lugar y momento equivocados, o por tener una fachada sospechosa, no “pintan” mucho en las cuentas finales y se responde que sí se han violado derechos humanos, pero en poca cantidad, como si lo cuantitativo fuera factor a considerar en estas cuestiones de los derechos.
Hay otro aspecto a estimar advertido en las grandes fosas de cadáveres encontradas en diversos predios de estados norteños: no se conoce quién o quiénes asesinaron a esas personas por cientos y después ocultaron –o trataron de hacerlo– sus cuerpos, amontonados, como veíamos en documentales sobre los campos de concentración nazis. Ahí es notable un dato que se ha dado a conocer: se trata mayoritariamente de migrantes nacionales o extranjeros, que se proponían cruzar la frontera norte. En los primeros casos de muertos en la guerra, desde luego que se sabe de crímenes atroces y de lesa humanidad que deben perseguirse y no quedar en la impunidad; en los segundos casos de las fosas, cuya excavación requiere de trabajos y maquinaria mayores, puede pensarse válidamente en actos de genocidio, dada la calidad y perfiles de las víctimas, siempre homogéneos, lo que significa sistematización, aunque se niegue.
En esta última cuestión existen –cuando menos– evidencias de omisión por parte de las autoridades en los esfuerzos de identificación de los cadáveres, investigación de los posibles delitos cometidos y sometimiento a la justicia de los probables responsables. Dicha inacción implica la integración de figuras típicas contempladas en instrumentos internacionales de los que México es parte y que permiten encausar a quienes resulten responsables de la omisión del poder, así se amenace desde el poder a quienes creen que es posible ese juicio internacional, o es –para muchos otros, incluido yo– un mero testimonio, o como se dice internacionalmente, un statement, que se necesita ahora mismo.
La propaganda que tiende a generar una “conciencia de lo real” con criterio de verdad –que pretende ser absoluta– procura distribuir culpas desde un sólo mirador y estimar que si la violencia proviene del Estado se halla justificada, en tanto la otra, de quien provenga, es inmoral. Eso podría ser verdad bajo parámetros legales y constitucionales, pero en esto se hallan ausentes, pues el Ejército no cuenta con facultades para emprender funciones de policía y, además, el principio universalmente aceptado y conocido como Posse comitatus impide el uso de las Fuerzas Armadas en el propio territorio y contra la población autóctona, y el Ejército hace lo que sabe hacer (detener, enfrentar, hacer la guerra), pero el proceso constitucional que ordena investigar los delitos, perseguirlos, enjuiciar a los delincuentes y sancionarlos, ni siquiera integra su acción ni su estrategia.
El argumento oficial esconde, además, algo que provoca azoro, pues se dice soslayadamente: si no intervinieran las Fuerzas Armadas en el conflicto, las personas iban –de cualquier manera– a morir a manos de los delincuentes; por tanto, es lo mismo matar que dejar morir. Este planteamiento no soporta el mínimo análisis moral. Simplemente se está optando por la peor de las respuestas y no por lo preferible desde una necesaria razón práctica que ahora parece tan extraviada.
Según los indicadores que se asumen para detectar falacias lógicas, en el caso mexicano podemos utilizarlos y asumir que en la lucha contra la criminalidad tratan de indicarnos como premisa 1: “si hay más fuerza habrá más muertos”; en la segunda premisa se afirma: “si hay más muertos entonces habrá menos fuerza”; por ende, se concluye con falacia: “si hay más fuerza entonces habrá menos fuerza”, eventualmente. Esto es, sigamos con la guerra, pues es moralmente correcto matar, para evitar más muertes. Eso no se sustenta ni siquiera desde un punto de mira utilitarista, que buscaría la mayor felicidad al mayor número de personas, o en sentido contrario, el menor daño al mayor número de personas, pues en cuestiones bélicas esta última presentación de la ecuación de Bentham resulta aún más evidente.
Se ha recurrido, también, al llamado sofisma populista en otras ocasiones, pues se atribuye la opinión propia de quien gobierna –síndrome de hybris de Owen– a la opinión mayoritaria de la población, y entonces todo lo afirmado debe ser cierto. Eso tendría que probarse, no sólo afirmarse.
Hemos hablado del consecuencialismo y bajo esa perspectiva se nos engaña al partir de un mero “Si A, entonces B”, pero adicionan inválidamente: “B, entonces A”. Así, llegan a la afirmación de la consecuencia, estructurando algo como: “las personas honradas no se ven involucradas en hechos de violencia” (Si A, entonces B). Sin embargo, agregan el “B, entonces A”: “si una persona se involucra en el hecho violento, no es una persona honrada”. De ahí que siempre los caídos en los hechos de violencia “abatidos por las Fuerzas Armadas” –según se dice en los propios comunicados oficiales–, sean presuntos delincuentes y merecían caer ante las armas del Estado, pues implican en sí y por sí la razón moral. Es ese caballo del malo que siempre es más lento que el del bueno. Deus ex machina.
Hemos escuchado hasta la saciedad que: 1. Alguien debía encarar a esta delincuencia, pues en años anteriores nada se hacía; y 2. La actividad antisocial y violenta es una herencia del pasado inmediato. Se encuentra en ambas afirmaciones una forzada correlación de causa y efecto, pues se piensa falazmente que si ocurre A (situación anterior) y correlacionadamente después ocurre B (violencia actual), entonces A ha causado a B. Se conoce como cum hoc, ergo propter hoc y se distingue por ser una conclusión prematura y sin bases ni evidencia; al admitirse diversas posibilidades de respuesta, amén de la presumida en la propaganda gubernamental, se toma esta presentación en tanto una falacia lógica, pues podría admitirse, por ejemplo, que B sea la causa de A, esto es, que la escalada de violencia del último lustro no es resultado de los puntos 1 y 2 anteriores, sino su causa, pues sería claro que una estrategia diferente y más eficaz para contener la violencia de años previos explicaría por qué la violencia actual no se justifica; esto es, lo que ahora se vive sería la causa para explicar la estrategia de años previos.
Simultáneamente podría ser que exista un tercer factor desconocido o no tomado en cuenta y que sea realmente la causa de la relación entre A y B. Así, podría decirse: “la escalada de violencia del último lustro responde a una decisión política para ganar legitimidad”, por lo que esa correlación entre la violencia y los supuestos 1 y 2 anotados no se establece directamente y sólo se trata de una apreciación subjetiva.
Podría ser que la trama de esta guerra contra el narcotráfico sea tan compleja, montada en una especial circunstancia temporal y espacial, y que hubiere pasado de una fase de desarrollo a otra muy novedosa, que entonces la relación entre A y B sería mera coincidencia. En cuarto lugar, puede pensarse que B sea la causa de A y, al mismo tiempo, A sea la de B, esto es, que se esté en presencia de una relación sinalagmática o sinérgica que permite catalizar los efectos. En todo caso debe probarse primero el punto 1 que asevera que en fases anteriores del narcotráfico nada se hizo en décadas anteriores para combatirlo y parece, en demostración de lo contrario, que hay evidencia de respuestas concretas del Estado en ese sentido; y después el punto 2 que infiere herencias de violencia que debían atenderse; no obstante, los indicadores más duros de la estadística muestran que los índices delictivos, al concluir la primera mitad de la primera década del siglo, mantenían una tendencia a la baja.
Hoy se habla de un supuesto “efecto cucaracha”, como signo de éxito en la lucha contra la criminalidad; tan se han logrado las metas de esa lucha –se dice– que los delincuentes cambiaron de lugar huyendo como cucarachas. Eso es otra falacia, pues los expertos no ignoran que en materia de criminología el delito no es erradicable por decisión unilateral, ni por decreto, como sucede con algunas enfermedades. Pensar en que el delito se cancela es una ingenuidad mayor; se le controla, pero no se le desaparece.
En cuestiones de criminalidad, dadas las circunstancias de control, el delito no se desvanece, sólo se transforma o se mueve, y esto, sin los cálculos adecuados, puede resultar peor que la situación anterior. ¿Es posible evitar el robo de vehículos a un 100% en una zona determinada? La respuesta podría ser afirmativa mediante los operativos pertinentes, pero debe siempre preverse que la delincuencia no desaparecerá y tan sólo cambiará, por ejemplo, dejando de robar automóviles, para ingresar al robo de casas-habitación. La cuestión entonces es: ¿qué es preferible en el control?
Para la empresa criminal es conveniente un clima distorsionado, convulso, sin cohesión social y, además, violento. Es claro que un clima social así no le conviene a ningún estado de derecho que actúe de manera racional. Cuando se expresa desde las tribunas gubernamentales que la opción es maniquea: “dejamos a la delincuencia actuar y volteamos para otro lado o la enfrentamos con toda nuestra fuerza”, se colocan las cosas en una situación de muy difícil solución. Implica un todo o nada; la afamada “suma cero” de la teoría de juegos de Nash, que dicta que “uno gana todo y el otro pierde todo”, como si se tratara de una partida de ajedrez o de un juego de futbol. En la vida real donde se presentan conflictos no se responde de esa manera, pues no sólo los riesgos crecen en vez de disminuir, sino que se prolonga un altercado, sin una noción clara de triunfo o derrota.
Debe reflexionarse en torno a las respuestas dadas para combatir a la delincuencia, basadas casi exclusivamente en la presencia y actuación de las Fuerzas Armadas. Con todo el respeto que merecen éstas, es necesario decir que cuando se les utiliza para actuar en el orden de la seguridad pública, es decir, como policías, su trabajo resulta incompleto, pues las organizaciones castrenses “sirven para lo que sirven”, esto es, la fase de detención, confrontación y estrategia militar con todo lo que implica. No obstante, las secuelas jurídicas exigibles que imponen la debida persecución, enjuiciamiento y sanción conforme a la ley de los delincuentes quedan fuera del proceso, y de ahí esa sensación social de inusitada violencia acompañada por una evidente impunidad, según ya habíamos argumentado.
No es descabellado, sino necesario, repensar la estrategia militar. Por supuesto que llegados a este punto de confrontación y pérdida de control social en diversas zonas del país, ese cambio estratégico habrá de ser paulatino y no súbito. La cuestión sobre si era necesaria la intervención del Ejército y la Armada en funciones policiales debió ser tomada en consideración en su momento (2006) y no en éste (2012) en el que se ha llegado, en algunos lugares, a puntos de no retorno, al menos por ahora.
Entre las acciones a asumir de manera inmediata, pues la concurrencia de ciertos circunstantes conspiró para el fortalecimiento de la criminalidad y el avance de la violencia, se hallan, por ejemplo, la revisión a la política fronteriza, tanto en el norte como en el sur, pues la migración –a partir del 9/11– se colocó como tema atractivo para la empresa criminal, dados los altos costos que implicaron las medidas de alta seguridad tomadas por los gobiernos involucrados. Asimismo, la proliferación de casas de apuestas en las principales ciudades –y el caso Monterrey es paradigmático– ha dado pie para que las organizaciones criminales se apoderen de esta actividad con toda su secuela de extorsiones, delitos asociados al vicio, violencia y lucha entre bandas delictivas con consecuencias nefastas, como el incendio intencional del casino Royale, en esa ciudad norteña.
La “monserga” del argumento en favor de los derechos humanos es otro de los clichés de venta del producto gubernamental, pues siempre se argumenta: los delincuentes violentan los derechos de sus víctimas; pues sí, es verdad, en eso consiste un delito, en la vulneración de derechos de manera criminal y, además, no porque alguien violente la regla de convivencia, emerge una autorización para que el Estado violente los derechos. Con esto nos situamos como país en la ilógica presencia de la ecuación: dos errores producen un acierto.
Que no nos confundan: la no intervención de las Fuerzas Armadas y la utilización de otras medidas menos radicales en estos menesteres no implica pactar nada ni sucumbir ante los criminales ni asumir una actitud resignada e impotente. Es, simplemente, buscar que la razón impere por encima de la fuerza. El Estado está obligado a actuar racionalmente y no impulsado por emociones o por motivaciones beligerantes injustificadas; eso parecería más bien un gobierno de los Neanderthal.
Es la hora llegada de reflexionar sobre las diversas experiencias mexicanas –no colombianas, no norteamericanas, no sicilianas– en materia de delincuencia organizada y asumir una posición más parecida a la de Ulises, que se valió de inteligencia, astucia e imaginación, que a la de Hércules. El gobierno de Hércules no puede prosperar, pues sólo es un mito.
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